«—¡Oh, condesita!— Y el conde se ajetreó en busca de su billetero.

—Me hace falta mucho, conde, quinientos rublos—. Y ella, sacando el pañuelo de batista, limpió con él el chaleco de su marido.

—Ahora mismo. ¡Eh! ¿Quién hay ahí? —gritó él con la voz con la que gritan los hombres que saben que a quien requieren acudirá precipitadamente a su llamada—. ¡Enviadme a Mítenka!

Mítenka, ese hijo de buena familia que se había criado en casa del conde y que ahora se ocupaba de todos sus asuntos, entró con pasos silenciosos en la habitación.

—Querido —dijo el conde al joven que se acercaba respetuosamente.

—Tráeme… —Reflexionó—. Sí, setecientos rublos, eso es. Pero no me los traigas tan usados y grasientos como aquella vez, que estén nuevecitos; son para la condesa.

—Sí, Mítenka, por favor, que estén limpitos —dijo la condesa suspirando con tristeza.

—¿Cuándo quiere que se los traiga, Su Excelencia? —dijo Mítenka—. Debe saber que… Sin embargo, no se preocupe —añadió él dándose cuenta de que el conde empezaba a respirar pesadamente y a menudo, lo que era señal inconfundible de que comenzaba a enfadarse—. Casi se me olvida que… ¿Se los traigo ahora mismo?

—Sí, sí, eso es tráelos. Dáselos a la condesa.

—¡Cuán preciado me es este Mítenka! —comentó el conde sonriendo, cuando el joven hubo salido—. No hay nada que sea imposible. Yo no puedo soportarlo. Todo debe ser posible.

—¡Ah, el dinero, conde, el dinero! ¡Cuánto se sufre en el mundo por él! —dijo la condesa—. Pero ese dinero me es muy necesario.

—Usted, condesita, es una famosa despilfarradora —dijo el conde, y besando la mano de su esposa se volvió a su despacho.

Cuando Anna Mijáilovna volvió de casa de Bezújov, la condesa ya tenía el dinero en su poder y guardaba los billetes nuevos sobre la mesa tapados por el pañuelo. Anna Mijáilovna advirtió que a la condesa algo le inquietaba y que tenía aspecto apesadumbrado.

—¿Qué tal, amiga mía? —preguntó la condesa.

—¡Ah, en qué situación tan terrible se encuentra! No conoce a nadie, está tan mal, tan mal; solo he estado con él un momento y no he podido decirle ni dos palabras…

—Annette, por Dios, no me lo rechaces —dijo de pronto la condesa, ruborizándose, lo que resultaba tan raro en aquel rostro delgado y carente ya de juventud, sacando el dinero de debajo del pañuelo.

Anna Mijáilovna entendió instantáneamente de qué se trataba y se agachó para, en el momento preciso, abrazar cariñosamente a la condesa.

—Es para Borís, para su equipo, de mi parte…

Anna Mijáilovna ya la abrazaba y lloraba. La condesa también lloraba. Lloraban porque estaban unidas y porque eran buenas y porque ellas, amigas de la infancia, se ocupaban de cosas tan bajas como el dinero y porque su juventud había quedado atrás. Pero a ambas las lágrimas les fueron gratas».

 

Imagen tomada de Wikipedia, «Guerra y paz».


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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