Aprovecho la publicación el 13 de julio de 2016 de las conclusiones del Abogado General Mengozzi para difundir la presentación de la 2ª ed. de «La cláusula suelo en los préstamos hipotecarios» (Editorial Bosch, 2015).
«La singular sentencia del Tribunal Supremo de 9 de mayo de 2013 se ha ganado un lugar en nuestra historia judicial y en la de la litigación bancaria, por lo que será recordada durante décadas, generalmente con amargura, tanto por las entidades de crédito como por su clientela.
Por las primeras, por entender, en general, que actuaban «dentro de la norma» y por no haber podido neutralizar algunos comportamientos ajenos oportunistas, y, por los segundos, por sentirse, en muchos casos, defraudados en sus expectativas y traicionados por su banco o caja de ahorros de siempre. A partir de ahí, sería imposible enumerar todas las «pequeñas historias», incluso las odiseas personales, que se han ido sucediendo.
Igualmente peculiar es el cambio de estrategia de ciertas entidades financieras observado desde 2014, pues, bajo el mantra del «cambio de cultura», tratan de recuperar la confianza de la clientela, a pesar de los desencuentros, unos más fortuitos y otros más premeditados, de los últimos años. Esta sensibilidad la podemos encontrar a ambos lados del Atlántico, en Europa y en Estados Unidos.
En esta orilla, el presidente de la patronal bancaria española (la Asociación Española de Banca) también ha mencionado que hay que pensar sobre la «banca del futuro», y reconoce que «en un entorno de creciente competencia o se recupera la confianza del cliente, o se corre el riesgo de perecer» (Roldán, 2014, pp. 1 y 4).
No menos polémica ha suscitado el renovado interés por la educación financiera impartida por o con el apoyo del sector financiero. Tanto el cambio de cultura como la educación financiera son necesarios, pero, más allá del legítimo interés, puede generar sospechas de oportunismo que sea justo ahora cuando ambos conceptos saltan a la palestra.
Al margen de las ayudas públicas que se hayan podido recibir, es casi milagroso que algunas entidades aún conserven clientela. El sistema financiero, sí o sí, se funda en la confianza del cliente, desde el más humilde hasta el más vigoroso, y no desde ahora sino desde hace centurias. El interés del cliente está por encima de todo, pues sin un depositante que entregue su dinero a una entidad de crédito se vendría abajo toda la estructura, inestable de por sí, del sistema financiero. Una mancha, por pequeña que sea, puede estremecer los pilares de todo el sistema.
Una sentencia tan extensa, compleja e innovadora como la de 9 de mayo de 2013 necesariamente iba a provocar disputas interpretativas, pero lo que no se podía sospechar es que generaría posturas tan divergentes y enconadas en el seno de nuestro poder judicial, incluso en la propia Sala Primera del Alto Tribunal. La sentencia del Supremo de 25 de marzo de 2015, a la que nos referiremos en detalle en esta obra, ofrece claros ejemplos. Por ejemplo, en el voto particular se acusa a la Sala de dogmática y de haber dictado «una sentencia creadora de una auténtica norma general, con carácter retroactivo, y sin cobertura legal para ello».
Los justiciables, tanto los particulares como las empresas, que esperan que sus problemas sean resueltos con premura y solidez por el poder judicial, quizá merezcan más que un cruce de acusaciones o de navajas dialécticas. Si el Derecho no es claro, los operadores jurídicos sí deben serlo. Al menos, si alguien es vencido, también debe ser convencido por los buenos argumentos. Sansón Carrasco ha aprehendido a la perfección este ambiente (2014, p. 84): «si un tema jurídico concreto (por ejemplo, si una cláusula es o no abusiva para el consumidor), cinco audiencias resuelven en sentido, siete en otro y dos son mediopensionistas, el mensaje conjunto que se ofrece es más bien confuso».
Todo ello, en un contexto extremadamente delicado y precario tanto para las entidades de crédito como, especialmente, para multitud de familias, cuyo bienestar material se ha visto asolado por la mayor crisis financiera de los últimos 75 años, cuyos efectos duraderos son aún desconocidos e imprevisibles. A pesar de todas las críticas, el denostado Estado del Bienestar, junto con otras instituciones, ha absorbido razonablemente bien parte de la destructiva energía liberada por la crisis financiera.
Con la sentencia de mayo de 2013 quedó patente que aunque la cláusula suelo es idealmente lícita, una parte muy sustancial de las incluidas en los contratos de préstamo hipotecario a tipo variable se incorporaron de forma poco transparente. De aquí se han desprendido dos consecuencias clave, a nuestro entender, una más notoria y otra que ha pasado más desapercibida.
Empezamos por esta última, por la que se ha pasado más de soslayo. Las entidades bancarias que utilizaban la cláusula suelo en la contratación hipotecaria comenzaron a retirarla de sus nuevos contratos de préstamo, a pesar del alud de novedades regulatorias, posteriores a la sentencia de mayo de 2013, confirmatorias de su validez general. Nos referimos, por ejemplo, a la orden de transparencia bancaria de 2011 (Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre), que aunque es anterior a la sentencia del Tribunal Supremo es posterior al importante informe evacuado por el Banco de España sobre la cláusula suelo y dirigido al Senado en 2010; al artículo 6 de la Ley 1/2013, de 14 de mayo, y la expresión manuscrita firmada ante notario; a la Directiva 2014/17/UE, de 4 de febrero, sobre los contratos de crédito celebrados con los consumidores para bienes inmuebles de uso residencial; o, por último, al Real Decreto-ley 1/2015, de 27 de febrero, que introduce la cláusula suelo en el llamado «Código de Buenas Prácticas» instaurado por el Real Decreto-ley 6/2012, de 9 de marzo.
¿Por qué razón se iba a sustraer del tráfico jurídico una cláusula amparada por este amplio marco regulatorio? Probablemente, visto desde el prisma del sector, por el menoscabo de la seguridad jurídica en el contexto de su interpretación y aplicación judicial. Solo el tiempo dirá si los efectos no deseados («unintended consequences») de esta supresión han merecido la pena. Estos efectos son, en lo primordial, el incremento de los diferenciales aplicables en los nuevos contratos de préstamo a tipo variable y la mayor intensidad de la vinculación del prestatario con la entidad prestamista, esto es, la contratación y el mantenimiento de productos financieros ofrecidos por la entidad bancaria como condición para poder acceder a una rebaja del tipo de interés del préstamo hipotecario.
En cuanto al incremento de los diferenciales, en una época en la que Europa, a pesar de la «inyección en vena» de medidas económicas estimulantes de toda laya, no crece económicamente, como ya le pasó a Japón en su momento con su década o décadas perdidas, este incremento ha quedado oculto o disfrazado por la fijación del tipo de interés por el Banco Central Europeo, en los últimos meses de 2014, en el 0,05%. Este hecho ha provocado que el Euríbor a un año haya seguido una senda bajista, para rondar el 0,20% en mayo de 2015, sin que se pueda descartar que siga bajando (¿incluso por debajo de cero?). La normalización económica llevará aparejada, antes o después, una subida del tipo de interés que se trasladará a los índices de referencia hipotecarios, lo que podría provocar que emergiera un nuevo cóctel peligroso: el de altos diferenciales e índices de referencia medianos o elevados.
La otra consecuencia clave que ha originado la sentencia de 9 de mayo de 2013, está mucho más palmaria, ha sido el ya célebre debate sobre los efectos retroactivos o restitutorios relacionados con la declaración de nulidad de la cláusula suelo.
La sentencia de mayo de 2013 dejó en el aire, al parecer, la cuestión de si el efecto no retroactivo anudado a la declaración de nulidad era predicable de las acciones colectivas, y, más en particular, de la acción colectiva entablada que provocó el pronunciamiento del Supremo, pero no del ejercicio de las acciones individuales planteadas aisladamente.
Muchos tomaron entonces conciencia del concepto de «orden público económico», que se encuentra inserto en el articulado de la propia Carta Magna, cuya preservación, con un Estado español al borde la bancarrota y con un sistema financiero severamente dañado, sirvió para sustentar, grosso modo, la decisión de la Sala. Recordemos, se estableció que «es notorio que la retroactividad de la sentencia [de 9 de mayo de 2013] generaría el riesgo de trastornos graves con trascendencia al orden público económico». A partir de ahí, una gran parte de las sentencias declararon, casi unánimemente, la nulidad de la cláusula, pero la división se abrió sobre si la condena debía ser solo a retirar la cláusula con proyección hacia el futuro o también, retrospectivamente, a devolver lo cobrado de más con efectos ex tunc, esto es, desde el mismo momento de la activación de la cláusula suelo como efecto de la bajada en picado del Euríbor a un año.
Un criterio recurrente para acoger la retroactividad ligada a la nulidad fue el de que la devolución de pequeñas cantidades en cada pleito, de varios miles de euros por lo general, no podía impactar en el orden público económico. Sin embargo, la sentencia del Tribunal Supremo de 25 de marzo de 2015 se ha posicionado con rigor para desmontar esta tesis: «Pretender que en la acción individual no se produzca [el] meritado riesgo no se compadece con la motivación de la sentencia [de 9 de mayo de 2013], pues el conflicto de naturaleza singular no es ajeno al conjunto de procedimientos derivados de la nulidad de las cláusulas suelo incorporadas en innumerables contratos origen de aquellos, como es notorio y constatable […]».
Desde esta misma sentencia de 25 de marzo de 2015 se lanza un duro reproche al juzgado que conoció la demanda y dictó la originaria sentencia, por no motivar la decisión de apartarse del criterio de la sentencia de 9 de mayo de 2013: «A pesar de tener conocimiento de esta sentencia de Pleno de la Sala, condenó […] a la devolución a los demandantes del importe cobrado hasta la fecha de la demanda en virtud de la aplicación de la referida cláusula, pero sin motivar su decisión».
La decisión del Tribunal Supremo ha sido salomónica, pero no menos discutible e insatisfactoria, como mostramos al comienzo, para las partes implicadas: los efectos restitutorios derivados de la nulidad por falta de transparencia se producirán a partir del 9 de mayo de 2013: «Si adoleciesen de tal insuficiencia [la falta de transparencia] y fuesen declaradas abusivas por ese concreto motivo, que no por otro ajeno a este debate, las sentencias tendrán efecto retroactivo desde la fecha de publicación de la sentencia de 9 mayo 2013, reiteradamente citada y sobre cuya clarificación nos pronunciamos a efectos de la debida seguridad jurídica; fecha que fue la fijada en ella en orden a la irretroactividad declarada».
Nótese que en las «murallas argumentales» del Supremo queda un resquicio para la retroactividad plena: que la declaración de nulidad se base no en la falta de transparencia sino en otro motivo «ajeno a este debate». Es difícil encontrar otra razón distinta de la falta de transparencia en el origen de la pretendida nulidad de la cláusula suelo, por lo que la hipotética aplicación del efecto restitutivo pleno, en suma, debería quedar sobradamente fundada por el juzgador de instancia para superar el test, en su caso, de un nuevo recurso de casación.
Con todo, convenza más o menos, se revise en el futuro inmediato o no, la doctrina del Tribunal Supremo sobre la cláusula suelo se integra, en lo principal, por las sentencias de 9 de mayo de 2013, de 8 de septiembre de 2014 y de 24 y 25 de marzo de 2015.
La sentencia de 9 de mayo de 2013 es, no nos cabe duda, la más relevante de todas ellas. La sentencia de 25 de marzo de 2015 es mucho menos ambiciosa, aunque, realmente, es la que ha cerrado momentáneamente el debate, al fijar doctrina en cuanto a la eficacia retroactiva en el ejercicio de acciones individuales. Ciertamente, esta última sentencia es interpretativa de la de mayo de 2013, pues, como se afirma en ella, trata de «ofrecer respuesta a la tan debatida cuestión [la del efecto retroactivo], no revisando la [doctrina] fijada sino despejando dudas y clarificando su sentido».
La sentencia de 8 de septiembre de 2014 despertó interés, pues se consideró que dirimiría esta cuestión de las acciones individuales y la devolución de cantidades, pero, dado que no se planteó por la parte, la Sala no se pudo pronunciar acerca del efecto restitutivo.
No obstante, los votos particulares de ambas sentencias merecen ser mencionados. El de la sentencia de 8 de septiembre de 2014, por estimar que hubo contratos en el momento álgido de la formación de la burbuja inmobiliaria (años 2007 y 2008) en los que los prestatarios tuvieron ocasión de conocer, por ser un hecho notorio, la existencia de la cláusula suelo en sus escrituras. El de la sentencia de 25 de marzo de 2015, por su radical oposición a los criterios de la Sala para justificar una eficacia retroactiva limitada, vinculada con la pérdida de la buena fe de las entidades prestamistas en mayo de 2013, o sea, con la promulgación de la primera sentencia del Tribunal Supremo.
Paradójicamente, la sentencia de 24 de marzo de 2015, siendo una sentencia sólida y clarificadora, que enlaza en cuanto a la reglamentación de la contratación seriada con la de 8 de septiembre de 2014, como se afirma en el voto particular de la sentencia de 25 de marzo de 2015, al ser menos polémica dará menos que hablar.
No menos importantes son otras sentencias recientes relacionadas con la contratación con consumidores, con las condiciones generales de la contratación y con las cláusulas abusivas. Por supuesto, al menos en el mismo nivel que el Tribunal Supremo hay que situar la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que, de forma sutil, o quizás no tan sutilmente, ha servido de palanca para la modificación de consolidadas normas procesales e hipotecarias españolas. El fenómeno no es exclusivo de nuestro país, pues el recurso al Tribunal europeo es creciente. El mismo Tribunal de Justicia ha manifestado que «el Tribunal General [uno de los tres órganos jurisdiccionales que componen la institución, junto con el Tribunal de Justicia y el Tribunal de la Función Pública] se encuentra en una situación extremadamente difícil a causa del constante aumento del número de litigios que se le someten», lo que le impide «afrontar, de forma eficaz y sostenible, el número y la complejidad creciente de los litigios que debe resolver». Los principales perjudicados son los ciudadanos, que tienen derecho, según el artículo 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales, a recabar la tutela judicial en plazos razonables, y la propia Unión Europea, ya que los atrasos pueden generar el deber de indemnizar a los justiciables. Por todo esto, se concluye que «si no se adopta una decisión con la mayor brevedad posible, la situación continuará agravándose con rapidez, en perjuicio de los ciudadanos y del presupuesto de la Unión» (Tribunal de la Justicia de la Unión Europea, 2015).
En nuestra doctrina, Gómez Pomar y Lyczkowska se han percatado de que, en los últimos años, los tribunales españoles, especialmente los de primera instancia, han sido muy activos en el planteamiento de cuestiones prejudiciales al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, particularmente respecto a la normativa protectora de consumidores, por la posible incompatibilidad de la regulación española con la europea a propósito de los procedimientos de ejecución hipotecaria. Las dudas han sido despertadas tanto por nuestro tradicional marco hipotecario y procesal como por normas que se han promulgado en los años de crisis (por ejemplo, la Ley 1/2013, de 14 de mayo). Para estos autores, el recurso a Europa, tanto a la legislación (la Directiva 93/13, fundamentalmente) como a la autoridad judicial (el Tribunal de Justicia) se percibe como una vía, quizá la única segura, para obtener soluciones en un escenario de urgencia social, al menos, a corto plazo (Gómez Pomar y Lyczkowska, 2014, p. 6).
Ciertamente, en este sentido ha sido apreciable una contradicción, casi una rebelión, de los tribunales inferiores, tanto frente a la posición del más alto tribunal, el Tribunal Supremo, como ante la legislación hipotecaria y procesal española (la nueva y la vieja). Estas objeciones pueden haber encontrado su punto de apogeo en la litigación relacionada con la cláusula suelo y otras estipulaciones de las escrituras de préstamo hipotecario (vencimiento anticipado, intereses de demora…). Quién sabe si ha podido ser esta una de causas de que se plantee el reforzamiento normativo de la eficacia vinculante de la doctrina jurisprudencial, en un movimiento un tanto insólito de un Legislativo dispuesto a ceder parcelas de su legítimo monopolio de poder.
A este «enfrentamiento» dentro del Poder Judicial, y de parte del Poder Judicial con el Legislativo, e incluso con un Ejecutivo hiperactivo en tareas reguladoras, se ha sumado la habitual disputa entre las principales fuerzas políticas, con el ciudadano de trasfondo. Desde el Ejecutivo y el Legislativo se han ido sucediendo medidas específicas relacionadas con el mundo de los préstamos hipotecarios (por ejemplo, la creación del Fondo Social de Viviendas o la instauración del Código de Buenas Prácticas, la promulgación de la citada Ley 1/2013, etcétera) pero quizá haya faltado un acuerdo más unánime, reforzado con una labor más pedagógica.
Como recientemente ha afirmado el Gobernador del Banco de España, es fundamental que la legislación preserve la cultura de pago que tradicionalmente ha existido en el mercado hipotecario español, pues el deterioro de esta cultura sería muy negativo para la estabilidad del sistema financiero. Para ello, las «modificaciones en la legislación deben encontrar un adecuado equilibrio entre los derechos de los acreedores y los de los deudores, especialmente de aquellos en situación de exclusión social» (Banco de España, 2015a, pp. 3 y 4).
En sentido similar, para el Tribunal Constitucional se debe encontrar «un equilibrio entre la protección de los deudores hipotecarios y su derecho a la vivienda y el adecuado funcionamiento del sistema financiero, concretamente el del mercado hipotecario» (ATC 129/2014, de 5 de mayo de 2014, en relación con la Ley 1/2013, de 14 de mayo, que cuenta con un voto particular firmado por dos magistrados).
Un ejemplo de esta falta de entendimiento la hallamos, por ejemplo, en la proposición no de ley en relación con la eliminación de las cláusulas suelo de los préstamos hipotecarios, presentada al Congreso por el principal partido de la oposición en julio de 2014 (Congreso de los Diputados, 2015). El 19 de noviembre de 2014 la proposición resultó rechazada. Al margen de que los argumentos de fondo sean o no compartibles, más o menos acertados, lo que se echa de menos es la voluntad de alcanzar una solución que beneficie, en lo posible, a todas las partes implicadas, y una exposición de motivos justificadora de las decisiones tomadas en uno y en otro sentido.
Nos acabamos de referir al carácter táctico o estratégico del Derecho de Consumo, que de discreta herramienta protectora de los derechos e intereses de toda índole de los usuarios y consumidores, se ha convertido en eficaz «arma arrojadiza». No deja de sorprendernos este «descubrimiento» del Derecho de Consumo. Por ejemplo, el voto particular de la sentencia del Tribunal Supremo de 25 de marzo de 2015, que podemos afirmar abiertamente que se posiciona del lado de los consumidores, determina que «el tratamiento de las situaciones de ineficacia contractual resulta siempre complejo a la hora de su debida justificación o fundamentación jurídica, máxime en supuestos tan novedosos como los que se deriven de la aplicación del control de transparencia, pero precisamente por ello, resulta del todo necesario llevar a cabo la tarea de su delimitación y concreción jurídica». Es decir, es «novedosa» la aplicación de una Directiva de 1993, adaptada en España en 1998, por no mencionar la existencia del artículo 51 de la Constitución de 1978, de la originaria Ley General de 1984, del texto refundido de 2007 y de todas las leyes y disposiciones, estatales y autonómicas, promulgadas al respecto.
En la segunda edición de esta obra hemos procurado recoger todas las novedades surgidas desde la publicación de la primera edición, en marzo de 2014. En apenas un año, han sido multitud los hechos nuevos a valorar, que, desde el punto de vista más procesal, parecen haber quedado delimitados con la sentencia del Tribunal Supremo de 25 de marzo de 2015, aunque no es descartable que la pugna continúe…
Hemos aprovechado para dar cuenta de otros cambios menores pero que también han influido en el texto original, como la puesta en marcha del Mecanismo Único de Supervisión o del Mecanismo Único de Resolución, o la promulgación de la nueva regulación española de ordenación, supervisión y solvencia bancaria (Ley 10/2014, de 26 de junio, desarrollada por el Real Decreto 84/2015, de 13 de febrero). Asimismo, José Antonio Díaz ha actualizado parcialmente el capítulo sobre el análisis económico de la cláusula suelo.
Para los lectores que tengan una presencia menos teórica y más activa en el foro, resultarán útiles las abundantes referencias a nuevas resoluciones judiciales, así como la inclusión de formularios procesales, tarea que principalmente ha recaído sobre José María Casasola, Catalina Cadenas y Marina Pareja.
Por último, pero no menos importante, se ha incluido un capítulo nuevo, a cargo de Antonio Narváez Luque, buen economista y mejor persona, que se ha encargado de desarrollar un aspecto podría ser que un tanto olvidado, como es la tributación asociada a la victoria del demandante. Como se verá, en algunos casos puede que se trate de victorias frustradas, dado el coste fiscal del triunfo, que, en el peor de los escenarios, podría suponer la clausura del frente judicial abierto contra el banco y el comienzo de hostilidades con la Agencia Tributaria.
A todos los autores, a los antiguos y al nuevo, les agradezco su participación y esfuerzo, y la aceptación de buen grado de todas las «instrucciones» que, como director de la obra, he ido impartiendo.
Llega también el momento de agradecer a Editorial Bosch (Wolters Kluwer) la confianza depositada en mí durante estos años. En particular, a Albert Ferré, quien, en 2008 ‒al comienzo de la crisis‒, a pesar de que mi bagaje se limitaba a un solo artículo publicado, me propuso escribir un libro sobre las tarjetas bancarias (que más tarde, en 2009, tomaría cuerpo como «Uso ilícito de las tarjetas bancarias»). Sin duda, su apuesta fue de alto riesgo, pero espero que los retornos hayan sido satisfactorios. Desde entonces han sido bastantes los artículos, libros y proyectos que han salido adelante, pero es de justicia que con estas líneas le muestre mi gratitud por ser quien me introdujo en el fascinante ‒y exigente‒ mundo editorial.
De esta segunda edición de «La cláusula suelo en los préstamos hipotecarios» esperamos que sirva para aportar argumentos que permitan clarificar la controversia suscitada en torno a esta cláusula, y para la toma de conciencia de que o seremos todos, o no seremos.
José María López Jiménez
Málaga, mayo de 2015»