Al reflexionar sobre las cajas de ahorros es necesario ubicar su génesis en el tiempo y en unas determinadas coordenadas en cuanto a su originaria justificación y propósitos. Es asombroso, pero muchos de los recientes problemas de las cajas, especialmente el intento continuo de su instrumentalización por los poderes públicos, siempre han estado ahí.
También merece ser destacado que a lo largo del siglo XIX algunas cajas españolas adoptaron forma de banco. Por ello, el histórico soporte fundacional se podría considerar contingente, lo que permitiría afirmar, por ejemplo, que los «bancos de cajas» y las fundaciones bancarias resultantes del proceso de transformación de las cajas de ahorros pueden preservar una determinada fisonomía y fines, que diferencien a este todo (fundación bancaria y banco participado) de los bancos comerciales tradicionales (si es que este modelo aún perdura, dada la creciente importancia de la banca de inversión en un contexto de tipos de interés negativos).
En el preámbulo de la Ley 26/2013, de cajas de ahorros y fundaciones bancarias, se alude expresamente al origen de las cajas en el siglo XIX y a la primera norma que las reguló, que fue la Real Orden de 3 de abril de 1835. Según el citado preámbulo, las cajas fueron, desde el comienzo, entidades de carácter social que desarrollaron un negocio sencillo y apegado al ámbito local o provincial, todo lo cual sirvió de aglutinante de su aceptación y éxito.
El preámbulo lo describe así: «las cajas de ahorros se configuraron como entidades de beneficencia, orientadas al fomento y protección del ahorro y a la generalización del acceso al crédito de las clases sociales más desfavorecidas. […] Esta misma vocación social condujo a una preferencia natural por la actividad financiera más básica, de menor riesgo y sofisticación y más próxima al interés del ciudadano. Asimismo, junto a esta opción preferencial por un modelo de negocio sencillo y a su vocación social, la actuación histórica de las cajas siempre se desarrolló desde una perspectiva marcadamente local, con un profundo arraigo a la provincia o municipios donde se constituyeron y con una gran sensibilidad a las necesidades y peculiaridades propias del territorio en el que actúan».
No obstante, con una visión menos «buenista», también se ha argumentado que la creación de las cajas en el segundo tercio del siglo XIX, así como la toma de otras medidas de caridad hacia los menesterosos y desfavorecidos, habrían tenido por objeto «servir de freno al desarrollo del socialismo» (véase López Alonso, 2002, pág. 286, a propósito del cuerpo doctrinal elaborado entonces por Jaime Balmes).
Aunque en su etapa más actual es frecuente asociar a las cajas con los montes de piedad, ambas instituciones eran independientes al comienzo, siendo su objetivo común que con los depósitos captados por las primeras se concedieran préstamos pignoraticios por los segundos. Según Sainz de Andino, esta estructura hacía «que la economía del pobre fuese a socorrer la miseria del necesitado» (citado en Zunzunegui, 1999).
Los montes de piedad («monti di pietà») se remontan a la Italia del siglo XV y a las largas discusiones teologales acerca de la pertinencia o no del cobro de intereses o la concreta cuantía de estos. Como anécdota, pero muy relacionado con el presente, el banco en funcionamiento más antiguo del mundo, que se debate entre la continuidad y su resolución, es Banca Monte dei Paschi di Siena S.p.A., que trae origen del Monte de Piedad de Siena, creado en 1472.
Volviendo al pasado, con el tiempo se fueron fusionando paulatinamente las cajas y los montes, asumiendo aquéllas la condición de intermediarios financieros, y se percibió con claridad que con los depósitos captados por las cajas había para mucho más que para conceder, únicamente, préstamos con garantía prendaria a los más necesitados. Así, cuando en 1852 se fundó la Caja General de Depósitos, entidad pública destinada a competir con las cajas privadas y que destinaba sus fondos casi exclusivamente a adquirir deuda pública, se produjo un efecto alarmante cuando una real orden determinó que los excedentes de las cajas privadas se depositaran en la caja oficial, lo que provocó masivas retiradas de depósitos de estas últimas (Tortella, 2009, pág. 37). El Real Decreto de 29 de junio de 1853 también estableció la obligatoriedad de disponer del sobrante liquido de los depósitos no invertidos por las cajas en empréstitos para atender el servicio de la deuda pública (Bernal, 2009, págs. 91, 96-97). Para Martínez Soto (2011, pág. 25), la regulación de 1853, ante la favorable evolución de la hacienda pública española y de las recién creadas cajas de ahorros, movió al Gobierno a «un primer intento para regularlas, con un claro afán de control».
Esta tendencia sería especialmente palpable, años más tarde, en virtud de la Ley Bancaria de 1946, que provocaba que una fracción muy alta de los recursos de las cajas se hubieran de destinar, obligatoriamente, a comprar deuda pública (Tortella, 2009, pág. 46). Sólo con la apertura iniciada con los Pactos de la Moncloa y la ulterior liberalización del sector, se relajaron estas obligaciones y los depósitos se pudieron dirigir hacia los sectores productivos de la economía. Los últimos coletazos de los coeficientes de inversión obligatoria se extinguieron en 1992. Hasta finales de los ochenta del siglo XX las cajas de ahorros no fueron capaces de operar en cualquier punto del territorio nacional.
Hemos señalado que el modelo fundacional no ha sido, históricamente, el único conocido para organizar una caja de ahorros. En Martínez Soto (2011, págs. 32-33, 63) se muestra detalladamente cómo entre 1838 y 1925 la consideración de las cajas como «instituciones de beneficencia» no comportaba, necesariamente, la adopción de la forma jurídica fundacional, siendo adoptadas otras estructuras jurídico-organizativas. Por ejemplo, sin carácter exhaustivo, la Caja de Ahorros, Descuentos y Depósitos de La Habana —1840— (la principal caja española, en cuanto a captación de depósitos, del siglo XIX), la Caja de Ahorros de Sevilla —1842—, la Caja de Ahorros-Banco de Valencia —1842— y la Caja de Ahorros de Santiago de Cuba —1845—, se fundaron todas ellas como sociedades anónimas. Asimismo, muchas de las cajas constituidas en el siglo XIX (un 54% del total), lo hicieron en solitario y carecieron de monte de piedad, lo que les obligó a buscar alternativas de inversión para los capitales depositados en ellas.
Este margen de maniobra tocó su fin como efecto de los cambios legislativos operados a partir de 1926 (Real Decreto-ley de 9 de abril de 1926, Real Decreto-ley de 21 de noviembre de 1929, Decreto de 14 de marzo de 1933 —Estatuto de las Cajas Generales de Ahorro Popular—). La Orden del Ministerio de Trabajo de 24 de mayo de 1935 culminó esta transformación de las cajas, al disponer que las entidades que se habían fundado con capital originario representado por aportaciones de partícipes (acciones) deberían extinguir ese capital mediante devolución si deseaban acogerse al protectorado del Gobierno dentro del nuevo régimen de las Cajas Generales de Ahorro Popular.
Al hilo del régimen de las cajas de ahorros organizadas como sociedades anónimas, Conlledo (2014) estima que la forma en que se organiza la propiedad no ha sido ni es el elemento consustancial de la manera de hacer el negocio financiero que representan las cajas, para apostillar que la reforma del régimen de las cajas de los últimos años no representa una vuelta al siglo XIX, pero sí que la experiencia actual no es desconocida por las cajas. Lo que se puede afirmar abiertamente es que la Ley 26/2013 y su modelo suponen una ruptura con el régimen de la Ley 31/1985 y su regulación uniforme y casi monolítica de la figura de las cajas de ahorros.
Dando de nuevo un salto adelante en el tiempo, bajo el férreo régimen implantado en las décadas de los años 20 y 30 del siglo XX, mantenido, en esencia, durante los cuarenta años posteriores, las cajas fueron creciendo en tamaño y ampliando los servicios ofrecidos a la clientela, pero fue el preconstitucional —y coetáneo a los Pactos de la Moncloa— Real Decreto 2290/1977 (conocido como el «Decreto Fuentes Quintana») el que permitió a las cajas realizar las mismas operaciones que las autorizadas a la banca privada.
La configuración de las cajas se alteró por completo con Constitución de 1978, al permitir a las incipientes comunidades autónomas regular la materia, sobre la base de la Ley 31/1985, e incidir en la gestión de las mismas.
El modelo de la Ley 31/1985, según el preámbulo de la Ley 26/2013, persiguió el triple objetivo de democratizar los órganos de gobierno de las cajas de ahorros, profesionalizarlos y ajustar el régimen normativo de estas entidades a la nueva organización territorial del Estado. Bajo el imperio de esta ley, junto a la normativa que para su desarrollo han dictado las comunidades autónomas, se ha dibujado «el régimen jurídico aplicable a las cajas de ahorros hasta nuestros días, en el que se ha acentuado su dimensión financiera ordinaria, se han vinculado sus fines sociales a la llamada obra benéfico-social y se ha reconducido su arraigo territorial desde la mera concentración de su actividad en un territorio hacia una implicación más activa de las comunidades autónomas, tanto en el diseño de su marco jurídico como en la influencia en sus órganos de gobierno».
Esta fue la estructura que condujo a la extinción del modelo casi treinta años más tarde. Algunas voces se mostraron críticas en un momento en el que quizá podían haberse tomado medidas para encauzar la situación, pero quedaron, simplemente, como denuncias académicas, perdidas en la hojarasca del tiempo. Quizá merezca ser retomado lo que en su momento escribió Terceiro, en 1998: «En modo alguno se trata de predicar la superioridad de una perspectiva financiera sobre la puramente benéfica y social, sino sólo de resaltar las dificultades que se plantean en la gestión de cajas, forzada a un cierto grado de esquizofrenia entre la necesidad de potenciar una cuenta de resultados y mantener unos coeficientes de solvencia, por un lado, y atender a una amplia gama de intereses y actividades esencialmente no lucrativas, por otro, sin que la no obligación de repartir dividendo alivie tal tensión» (Terceiro, 1998, pág. 151).
Zunzunegui, en 1999, anticipó lo que habría de ocurrir pasado el tiempo, sugiriendo la creación de sociedades anónimas controladas por fundaciones, a la italiana: «El modelo italiano, de transformación en sociedades anónimas, seguido por otros países europeos, parece ser el más adecuado. La caja se mantendría como holding de una sociedad anónima, a la que se transferiría la actividad bancaria, y de una fundación, titular de la obra social de la caja. […] Esta transformación abriría las cajas al mercado, a la bolsa, e, incluso, a su posible privatización».
Para Muñoz Molina (2013), no dejaba de ser lógico que en una etapa en la que se vislumbraba la llegada del euro y una promesa de fuerte crecimiento, los que apelaran a la reconsideración de cómo se estaban haciendo las cosas fueran tachados de «aguafiestas» y, por ende, ignorados o apartados.
La reestructuración ordenada de las cajas en los primeros años del nuevo milenio no habría evitado la burbuja inmobiliaria, pero sí habría mitigado sus fatales consecuencias.
La Ley 26/2013, dando continuidad al Memorando de Entendimiento de julio de 2012, materializó la solución final acordada con la «Troika»: las entidades que mejor se gestionaron y seguían siendo cajas de ahorros de ejercicio indirecto, individual o concertado —art. 5 del Real Decreto-ley 11/2010— se transformarían en fundaciones bancarias. En cambio, las entidades que lo hicieron peor y en el momento de la promulgación de la Ley 26/2013 eran fundaciones de carácter especial que no aglutinaban los requisitos para ser fundaciones bancarias, perderían toda peculiaridad para convertirse, meramente, en fundaciones ordinarias (López Jiménez, 2016).
De acuerdo con el art. 32.1 de la Ley 26/2013, se entenderá por fundación bancaria «aquella que mantenga una participación en una entidad de crédito que alcance, de forma directa o indirecta, al menos, un 10 por ciento del capital o de los derechos de voto de la entidad, o que le permita nombrar o destituir algún miembro de su órgano de administración». La fundación bancaria tendrá finalidad social y orientará su actividad principal a la atención y desarrollo de la Obra Social y a la adecuada gestión de su participación en una entidad de crédito.
Por lo tanto, la fundación bancaria es un híbrido, sujeto a una doble supervisión (la del protectorado —que puede ser autonómico o estatal— y la del Banco de España), que ostenta una participación —mayoritaria o no— en un banco.
Nuestro legislador no ha sido tan imaginativo, e inspirándose en la normativa italiana no ha hecho sino aunar, quizás inconscientemente, los caracteres fundacionales y bancarios que han impregnado nuestra centenaria regulación de las cajas de ahorros.
Referencias bibliográficas
Bernal Rodríguez, A.M. (2009): «Las cajas de ahorros en la historia andaluza contemporánea», en «Unicaja: ciento veinticinco años (1884-2009)», Unicaja.
Conlledo Lantero, F. (2014): «Valoración de la Ley de Cajas y Fundaciones Bancarias», ponencia de la intervención en el Congreso «Las Cajas de Ahorros y la prevención y tratamiento de la crisis de las entidades de crédito», Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Derecho, 6 y 7 de febrero.
López Alonso, C. (2002): «El pensamiento conservador español en el siglo XIX: de Cádiz a la Restauración», en «Historia de la Teoría Política», vol. 5., Vallespín, F. (editor), Alianza Editorial.
López Jiménez, J.Mª. (2016): «Las fundaciones bancarias como sucesoras de las cajas de ahorros», Legal Today, 13 de julio.
Martínez Soto, A.P. (2011): «¿Fueron alguna vez las cajas de ahorros sociedades anónimas», en «Cajas de Ahorros: nueva normativa», Méndez Álvarez-Cedrón, J.Mª. (coordinador), Fundación de las Cajas de Ahorros.
Muñoz Molina, A. (2013): «Todo lo que era sólido», 2ª. ed., Editorial Seix Barral, S.A.
Terceiro Lomba, J. (1998): «Algunos aspectos institucionales del sistema financiero español en el marco de la Unión Europea», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, núm. 75.
Tortella Casares, G. (2009): «Sistema financiero y desarrollo económico en España, siglos XIX-XX», en «Unicaja: ciento veinticinco años (1884-2009)», Unicaja.
Zunzunegui, F. (1999): «Cómo modernizar las cajas de ahorro», Revista de Derecho del Mercado Financiero, 6 de abril.