Con esta aportación no pretendemos determinar, con precisión escolástica, qué es un e-book, ni cómo funciona, ni cuál es su origen. Todo eso, sinceramente, poco nos importa. Somos lectores de libros en formato digital, incluso autores de libros y artículos que se publican en formato digital, pero nuestros apegos, lo decimos desde este momento inicial, son los que son, para qué mantenerlo oculto.
Más bien, nos interesa reflexionar sobre si es posible la convivencia de estos artilugios físicos —el lector de libros digitales, que puede ser un PC, un portátil, una tableta, un lector específicamente diseñado para tal fin, un teléfono móvil, etcétera— y su alimentación virtual —propiamente, los libros en formato digital— con los libros de toda la vida, esos que se estropean si no se tratan con mimo, que se pueden subrayar, anotar, tirar a la papelera, morder, arrojar a una hoguera, utilizar como arma arrojadiza, prestar o pedir prestados, hurtar, robar, regalar, donar, legar, transmitir por herencia, atesorar, compartir, abandonar, prohibir, censurar, confiscar, en los que se han condensado, a pesar de todo, o precisamente por todo ello, los elementos más relevantes de la cultura, o si, por el contrario, el libro tradicional está condenado y estamos asistiendo a un momento histórico: el de su agonía y muerte.
Los «sabios» y las ocasiones perdidas
No tenemos ni idea, ni vamos a investigarlo, quiénes son Maurice Lévy, Elisabeth Niggemann y Jacques de Decker. Lo poco que sabemos de ellos es que son los integrantes del llamado «Comité de Sabios», creado bajo los auspicios de la Unión Europea, y que tienen por tarea «reflexionar a alto nivel» (sin duda, nuestras reflexiones, o las de cualquier otro distinto de los «sabios», no tienen nivel, o son de nivel inferior, por contraposición) sobre la digitalización del patrimonio cultural europeo, lo que incluye libros y otros elementos culturales (material audiovisual, objetos de museo, archivos, etcétera) que ahora no son objeto de nuestra atención. Su informe se presentó el 10 de enero de 2011. Como casi siempre, Europa llega tarde.
Hay quien afirma que cultura es una creación europea, pero, sea como fuere, los explotadores económicos de esta riqueza en su vertiente del libro digital son, hoy día, norteamericanos, quienes son los poseedores del «know-how», o asiáticos, que son los productores, y, en economía, en economía capitalista más exactamente, los que parten de una posición privilegiada, por el «pelotazo», por el azar o por su propio esfuerzo, son los que consiguen posiciones predominantes difíciles de batir a la larga.
Cuando, decíamos, en 2011, se presentaron las conclusiones del «Comité de Sabios», el lucrativo negocio de la lectura de libros digitales estaba puesto en marcha globalmente desde hacía bastantes años, con pingües beneficios para las empresas, no europeas, implicadas, lo que muestra la lentitud y la inoperancia, como en otras ocasiones, de las autoridades políticas europeas, que solo por la pérdida de poder económico europeo, y el político que le es inherente, han decidido tomar posiciones en este asunto, como con la mayor claridad se desprende de los informes elaborados por algunas instituciones europeas, que ligan la cultura, en exclusiva, a lo económico, lo cual nos puede llegar a parecer aceptable, pero siempre que no se arranque de la cultura su esencia, como es la aportación para la búsqueda y el desarrollo personal y el de las sociedades en que los individuos se integran, en pos de un porvenir mejor para todos, que nos aleje de la oscuridad circundante, tan innata a la condición humana [1].
La financiación de este fondo digital europeo se sugiere que se realice con financiación pública estatal y europea, lo que, en época no ya de crisis y recorte del gasto público sino de cambio de los patrones de convivencia y aligeramiento del sobrecargado Estado del Bienestar, muestra, de nuevo, un alejamiento de la realidad alarmante.
Sin embargo, cuando leemos en el informe que se necesitan solamente cien millones de euros para ofrecer todo el patrimonio europeo completo en línea, y lo decimos sin ironía y sin doblez, nos percatamos de la inutilidad del proyecto y de su incierto futuro.
Entre 2008 y 2012 se utilizó un total de 1,5 billones de euros de ayuda estatal para evitar el hundimiento del sistema financiero (Comisión Europea, 2014).
¿No se pueden destinar cien miserables millones de euros a un proyecto como este? Ya se ve la escasa valoración de la cultura, digital o no, y que no estamos tan lejos, lamentablemente, de la Edad Oscura, sino todo lo contrario.
Los «sabios», para terminar de redondear el círculo, concluyen su informe diciendo que su objetivo es «que Europa experimente un Renacimiento digital, en lugar de entrar en una Edad Oscura digital», con lo que de un plumazo se saltan unos dos mil años de Historia escrita, ligando escritura con imprenta, de forma análoga al Nobel en Economía Paul Krugman, que nos dice qué hacer para salir de la crisis económica, pero desconoce qué son los óbolos de Caronte [2].
Libro tradicional y libro digital: punto de partida y algunas reflexiones
No creemos que este momento histórico sea equiparable, ni de lejos, al del tránsito de la tradición oral a la escrita, o, más ampliamente, del nomadismo al sedentarismo, del errar al nacimiento de la ciudad como centro militar, religioso, político, social, económico y cultural.
En apenas setenta y cinco años, las nuevas tecnologías han roto los esquemas espacio-temporales y el soporte material en el que tradicionalmente, al menos durante los últimos quinientos años, se ha recogido el pensamiento humano.
Más que de una creación ex nihilo, se trata de traspasar ese pensamiento fosilizado en papel a otros moldes más intangibles, consistentes en meros impulsos electrónicos, fácilmente conservables y transmisibles, tanto que pueden reducir a la nada el derecho del autor a una recompensa económica por su trabajo, que es, no para todos pero sí para parte de los autores, un potente incentivo [3].
Si, en su momento, fueron los sacerdotes los guardianes de la tradición oral y escrita, los encargados de su conservación y transmisión, necesaria y voluntariamente limitada, gracias a lo cual, por otra parte, el Arte adquirió todo su potencial para transmitir una cosmovisión, son ahora los apóstoles de la informática los que posibilitan el tránsito de lo físico a lo electrónico, del libro al libro digital.
Pero no sólo se produce un cambio del molde, sino que también el mismo proceso de creación se convierte en total o parcialmente electrónico, pues de qué sirve duplicar el trabajo, primero escribir a mano 100 o 200 o 300 cuartillas para después realizar el trasvase al soporte electrónico. En el proceso creativo en algún momento se rompe el vínculo directo entre cerebro y pluma del autor, que se sustituye por el de cerebro y tecla, por lo general.
Es más, para los afortunados autores que recurren a la técnica del dictado, ya no es imprescindible dictar a otra persona, sino que es posible dictar a la misma computadora, que puede estar adiestrada para reconocer el particular tono de voz de su amo, procesarlo y convertir el pensamiento en contenido digital.
Con la excepción de primeras plumas del panorama literario que pueden imponer a las editoriales las condiciones en que trabajan, en la actualidad raramente se podrá leer un contrato de edición de obra en el que se faculte al autor para entregar el manuscrito (también habrá que pensar en una palabra que actualice esta antigualla) en soporte distinto del electrónico.
Por tanto, ya hemos identificado dos de las características más básicas de esta nueva época: la aparente superación del soporte papel y su paulatina sustitución por el electrónico, y la electronificación de todo o parte de proceso creativo en sí mismo considerado, al margen del proceso editorial, que sí está, tradicionalmente y por definición, más íntimamente ligado con las máquinas, sean industriales o informáticas. 
Como corolario, la lectura, el consumo de la creación literaria, puede ser electrónica con enorme facilidad.
En este proceso descrito tan sumariamente se plantearán numerosos contratiempos e interrogantes, algunos hermosos, otros no tanto, de los que destacamos un puñado de ellos.
Las obras clásicas, o las antiguas pero no clásicas —pongamos, por concretar, todas las anteriores al siglo XX— no son escasas pero sí limitadas, luego la determinación de qué obras digitalizar y cuáles no, no debe mostrar dificultades insuperables.
Esta misma limitación —relativa— del número de obras anteriores a 1900 funcionará como filtro para que lo que se digitalice supere unos mínimos de calidad literaria y de fondo, pero, en cambio, el maremágnum en que se ha convertido la creación literaria y el acceso a la misma en el siglo XXI obligará a establecer criterios de selección de qué se digitaliza y qué no, lo que podría chocar con la libertad de creación, pues todo aquello que no supere los mínimos establecidos quedará extramuros del proceso de edición electrónica, es decir, no existirá, lo cual nos inquieta, aunque siempre (¿siempre?) quedará la opción del utilizar el pasquín o panfleto electrónico, es decir, el blog, u otros medios análogos, con la dificultad de que la potencial identificación del autor, y su censura personal o la de sus obras, será un elemento propio de esta nueva etapa, un tanto «orwelliana», sin duda. Quién iba a sospechar que un día echaríamos tanto de menos el anonimato, al libro u opúsculo en busca de autor.
También el lector tendrá que jugársela, ya que no es impensable que pueda ser identificado y marcado por seguir una línea de lectura digital, de haber leído una concreta obra en un momento determinado, temores que se ven atenuados, que no excluidos, en el supuesto del libro tradicional.
Como contrapartida de la mayor limitación de movimientos de autor y lector, de su más fácil identificación y seguimiento, no ofrece dudas que el libro digital es más fácilmente accesible, supone una ruptura del viejo «monopolio monacal», pues ni siquiera hay que pisar la librería, es suficiente con realizar el pedido por Internet para que la obra, siempre que haya saldo suficiente en la tarjeta de crédito, nos sea remitida de forma instantánea, bajo diversos títulos jurídicos de cobertura (propiedad, préstamo, cesión gratuita, etcétera).
Lo anterior supondrá un empobrecimiento del lector, al no tener que pisar una librería o biblioteca, errar por pasillos ojeando libros que nunca comprará o tomará en préstamo, o que puede que de repente despierten su interés, a la vista de otros compañeros que compartan la pasión por el papel escrito, de ese tacto del papel recién impreso, de su particular olor, de esa promesa que el libro guarda en su interior, que a la vista de su simple grosor le permite saber si tendrá arrestos para superar el reto de su lectura.
Todo eso falta en el libro digital: no es igual vagabundear por una librería o biblioteca que navegar por una fría página de Internet, no es igual saber que 2.666 personas han leído un libro y les ha parecido magnífico que contemplar la cara de una sola de esas personas y el comentario que nos dirige, sin que se lo pidamos, cuando nos ve tomar una obra de un anaquel o pasar el dedo por el lomo: «ni se le ocurra leerlo, es basura»; el libro digital en sí mismo es intangible, no tiene materia, olor, grosor, las recomendaciones disponibles en la red pueden ser insidiosas, hasta ficticias, no nos permite, de antemano, calibrar si estamos lo bastante dotados para su lectura, pues sabemos que tenemos que realizar un recorrido, de incierta extensión y duración, pero no nos permite medir con precisión el tiempo o el esfuerzo que ello requerirá, a simple vista, a ojo.
Lo que esperamos que nunca ocurra es que a alguna lumbrera se le pase por la cabeza intercalar publicidad en un libro digital: puede que sea el fin del libro electrónico, o de lectores conservadores, en el formato, como nosotros.
En estos tiempos de bombardeo continuo, sin respeto por la edad o por otras circunstancias, de publicidad de los más variados productos y servicios, subliminalmente muchas veces, de exceso del «marketing», no nos extrañaría que entre página y página se nos anunciara algún champú, vehículo, reloj o similar. El día que eso ocurra habremos sobrepasado otra línea roja, otro reducto sagrado habrá sido violado, acaso el último. Intuimos que esta brutalidad no es tan descabellada: el tiempo dará o quitará la razón.
Otra cuestión que nos preocupa es la de la integridad de la obra. Si adquirimos, por ejemplo, El Quijote, en soporte de papel tradicional, editado por una compañía de confianza, en ningún momento dudaremos de los contenidos; impreso el ejemplar tendremos la certeza absoluta, adicionalmente, de que el contenido no habrá sido manipulado por terceros entre la edición y nuestra adquisición.
En cambio, ¿quién garantiza la integridad, en el momento inicial y con posterioridad, de un libro digital? Siempre que leemos un libro digital nos asalta la duda de si, de forma voluntaria o involuntaria, la obra está amputada o tiene adherencias bastardas, o si, por un error de la electrónica, se ha producido una alteración de su contenido, significativa o no. Las erratas son inherentes a todo libro tradicional, también las omisiones y defectos que estamos comentando, pero son identificables y perceptibles con mayor facilidad.
Se suele afirmar que el libro digital es respetuoso con el medioambiente, que no hay que eliminar árboles para la creación de la obra, pero habrá que preguntarse por la fabricación de los artilugios de lectura, que se basan en el metal, por el destino de los mismos cuando se rompan o queden obsoletos, y por el consumo de electricidad de las máquinas de lectura. ¿Mayor respeto al medioambiente que el libro de papel? No parece que la cuestión sea tan pacífica.


[1] Por ejemplo, en las Conclusiones del Consejo, de 10 de mayo de 2012, sobre la digitalización y acceso en línea del material cultural y la conservación digital, podemos leer que «La digitalización y el acceso en línea del patrimonio cultural de los Estados miembros, considerado este tanto en un contexto nacional como transfronterizo, contribuyen al crecimiento económico, a la creación de empleo y a la realización del mercado único digital mediante una mayor oferta en línea de productos y servicios nuevos e innovadores», con absoluta preterición del desarrollo individual o social en una sociedad libre.
En cambio, el Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre el tema «La edición del libro en movimiento», de 25 de abril de 2012, se refiere a los criterios de la OCDE con relación a los libros y la lectura. La OCDE destaca «el impacto positivo que la lectura tiene en la sociedad, que considera como el mejor indicador de las oportunidades en la vida de un niño. Publicar también fomenta la pluralidad de opiniones, el intercambio y el diálogo, así como la libertad de expresión, un pilar de la sociedad democrática». Esta visión de la cultura, que va más allá de lo estrictamente económico, de los mercados, está mejor enfocada, es la adecuada sin duda.

[2] Entrevista en El País, 29 de octubre de 2012:
«Pregunta (El País). ¿Tiene preparadas ya dos monedas para que, cuando muera, Caronte le pase en barca al otro lado, como a los clásicos?
Respuesta (Paul Krugman). No conozco esa costumbre. [A falta de monedas, saca dos tarjetas de crédito, sin que Caronte le pida el pin]».

[3] La Directiva 2012/28/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de octubre de 2012, sobre ciertos usos autorizados de las obras huérfanas, lo establece con meridiana claridad: «Los derechos de autor constituyen el fundamento económico de la industria creativa, ya que estimulan la innovación, la creación, la inversión y la producción. Por consiguiente, la digitalización y divulgación a gran escala de las obras es una forma de proteger el patrimonio cultural europeo. Los derechos de autor son un instrumento importante para garantizar que el sector creativo sea recompensado por su trabajo».
Categorías: Sociedad, ciencia y cultura

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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