“Para mí escribir es un alivio psicológico porque no hay nada más estresante para un escritor que sentirse obligado cuando no tiene ganas. ¿O no? ¿Acaso el mío es un caso especial?”, Haruki Murakami

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es un escritor singular, aunque él diga de sí mismo que es, como persona, de lo más corriente. Habrá pocos que, como Murakami, hayan decidido entregarse profesionalmente a la escritura de novelas súbitamente, presenciando un partido de béisbol (abril de 1978). Abiertamente afirma que la fortuna, como en otros ámbitos de su vida, jugó un papel importante al respecto.

Es suficiente para percibir esta singularidad con leer alguno de sus libros, en los que mezcla con toda la naturalidad la realidad con la ficción: personas que hablan con gatos, personajes de un cuadro que cobran vida y salen de él, mundos paralelos que a veces entran en conexión, personas que se ven a sí mismas en el pasado que podría haber sido —o que quizás fue—, difuntos que deambulan junto a los vivos… Es lógico, por tanto, que afirme que “alguien capaz de escribir una novela es alguien capaz de comunicarse con los habitantes de otros planetas”.

Murakami escribe incansablemente, repasando y corrigiendo sin cesar, a pesar de lo cual nunca ha experimentado “un periodo de sequía”, a diferencia del protagonista de “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, de Joël Dicker. La regularidad es la base del éxito: “Escribo mis diez páginas a diario como cualquier persona que ficha a la entrada y a la salida del trabajo”.

Si la inspiración no llega, deja de escribir, traduce del inglés al japonés o se dedica a correr (con buen criterio, cree que el esfuerzo mental debe acompañarse de actividad física, por lo que practica ejercicio, al menos, una hora al día, ya que si la fuerza disminuye por la vida pasiva la capacidad de pensar decae, como es obvio).

Pero admite, a pesar de todo, que el sufrimiento va aparejado al hecho concreto de escribir: quien lo probó lo sabe, un buen párrafo no se plasma sin esfuerzo y sin gastar energía.

En “De qué hablo cuando hablo de escribir” (2015), el autor japonés repasa, a través de 11 capítulos, su experiencia con la industria y con el mundo de la literatura, que se prolonga por cerca de 40 años.

Para Murakami, cualquiera puede escribir una novela, lo que no es una infamia para el género, sino más bien una alabanza. Lo difícil es, como en su caso, subir al “ring” y permanecer en él. El ámbito literario admite que aparezcan nuevos escritores sin que tengan que verse desplazados los anteriores, a diferencia de lo que ocurre en el mundo del deporte, por ejemplo.

Las personas inteligentes no escriben novelas, porque, ¿para qué dedicar un esfuerzo de meses o años a una idea que se puede expresar en días o minutos? Es más, opina que hay pocos trabajos que ofrezcan un rendimiento tan escaso como el de escribir una novela.

En el año 1974 abrió un bar con su esposa en Tokio, en el que se podía comer, tomar café, beber alcohol y escuchar jazz (las citas a Thelonious Monk en sus libros son continuas). Ese fue el ambiente en el que, a ratos, comenzó a escribir. Murakami hacía lo que le gustaba, aunque las deudas le acuciaban y le costaba muchísimo pagarlas: “No solo debía dinero a mis amigos, también al banco”. A los amigos les pudo devolver el dinero (incrementado con algunos intereses…), pero con el banco debió afrontar dificultades. Una noche, en el último día para pagar un plazo, incapaz de reunir el dinero suficiente para abonar al banco la cuota del préstamo, caminaba con su esposa, cabizbajo, cuando encontró un fajo de billetes, en la misma cantidad que necesitaba para atender su obligación: “No sé bien por qué, pero a veces me suceden este tipo de cosas”.

En la etapa en la que escribía sin ser todavía profesional, el momento del día para dedicarse a su afición era cuando su mujer se dormía. Entonces, a medianoche, se sentaba a la mesa de la cocina “y empezaba a deslizar la pluma sobre el papel con su característico ruido seco”. Por esta razón llama a sus obras Escucha la canción del viento y Pinball 1973 “las novelas de la mesa de cocina”.

En las líneas de “De qué hablo cuando hablo de escribir” se nota cierto desconsuelo por las duras críticas recibidas, sobre todo, en su Japón natal: “La mayoría de la gente rechaza por puro instinto lo que no comprende, en especial, aquellos que integran el establishment, quienes más adaptados están a formas de expresión ya existentes o quienes pertenecen a las élites afianzadas en esas formas. Para todos ellos, lo original puede convertirse en un motivo de repulsión, de rechazo. […] La originalidad es muy difícil de distinguir y entender cuando quien la produce está vivo y se mueve”.

Por esta razón, a los 40 años de edad comenzó una nueva etapa en los Estados Unidos. Esta salida de Japón coincidió con una época de crecimiento económico, en la que había abundante dinero para todo, pero que era poco compatible, al parecer, con la creación artística. Es llamativo, como ya hemos señalado en otra entrada de este Blog (“Arte contemporáneo en Grecia: una reacción frente a la narcolepsia de la abundancia”) que en una Grecia arrodillada por la crisis económica, política y social, el mundo del arte explotó con fuerza hace apenas unos años: en Japón ocurrió justo lo contrario, es decir, la abundancia material ahogó la creatividad (al menos, la de nuestro autor).

Merece la pena transcribir la explicación de Murakami, con lo que cerramos este artículo:

“Si se me ocurrió la idea de probar suerte en Estados Unidos, fue porque me habían sucedido una serie de cosas bastante molestas en Japón, hasta el extremo de sentir que perdía el tiempo. Era la época de la burbuja y ganarse la vida como escritor no resultaba tan difícil. La población del país había superado los cien millones y el índice de alfabetización era prácticamente del cien por cien. Es decir, el número potencial de lectores era inmenso. Por si fuera poco, la economía japonesa iba viento en popa y el mundo entero miraba atónito lo que ocurría en el país. En el sector editorial había también una actividad muy intensa, se publicaban todo tipo de revistas inundadas de publicidad, la bolsa subía sin parar, en el sector inmobiliario parecía como si el dinero cayese del cielo. Los escritores escribían por encargo sin parar y muchos de esos trabajos eran muy atractivos. Te ofrecían, por ejemplo, ir a cualquier parte del mundo y gastar dinero a placer para escribir un libro de viajes. También personas anónimas te hacían propuestas casi imposibles de rechazar. Alguien que acababa de comprarse un château en Francia, ni más ni menos, me ofreció la posibilidad de instalarme allí un año entero para que me dedicase a escribir sin prisas una novela. No obstante, rechacé todas esas propuestas con suma educación. Lo pienso ahora y me parece increíble. Aunque uno no vendiera muchos libros, lo cual constituye el alimento principal de los escritores, se podía vivir muy a gusto con todos esos platos secundarios.

A mí aquel ambiente, justo antes de cumplir los cuarenta años, es decir, en un momento crucial de mi carrera como escritor, no me agradaba especialmente. Hay una expresión en japonés que alerta sobre el peligro de cuando uno se dispersa o se le altera el corazón, y eso es exactamente lo que ocurrió entonces. La sociedad en su conjunto perdió las referencias y todo el mundo se puso a hablar solo de dinero. No era un ambiente que invitase a sentarse tranquilamente a escribir una novela. Poco a poco empecé a sentir cada vez con más fuerza que de seguir allí iba a malograr mi vida, y encima nunca iba a entender por qué. Prefería un ambiente más serio, más sosegado, explorar nuevas fronteras. Quería experimentar nuevas posibilidades y por eso tomé la decisión de alejarme de Japón a finales de los ochenta, momento que coincidió con la publicación de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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