Benjamin Constant es una muestra del hombre ilustrado europeo. Viajó por todo el continente, dominó varios de sus idiomas, fue culto, refinado, seductor y vividor, con frecuencia se batió en duelo, y desempeñó relevantes cargos públicos en la Francia posterior a Napoleón.

De sus múltiples idilios el más sonado fue con Madame de Stäel, y de su círculo de relaciones merecen ser destacados personajes de la talla de Sismondi, Goethe o Schiller.

Pasados los cuarenta comenzó a redactar sus memorias, que no llegó a concluir, y que se centran en sus primeros 20 años de vida, especialmente en lo acaecido en 1787, dos años antes de la Revolución. Se trata de “El cuaderno rojo” (Periférica, 2008), por el  color de las tapas del cuaderno en que fueron escritas.

Son unas memorias que han servido de modelo para otras escritas con posterioridad, en las que se aprecia el carácter del joven Constant, no muy diferente del del Constant maduro (“Sola inconstantia constans”, era su lema). En la nota preliminar de Manuel Arranz de la edición a la que hemos tenido acceso se le define como “impulsivo, ingenuo, caprichoso, tímido, temerario, voluble, apasionado, indeciso, decidido, intrigante” (pág. 11).

Constant, como todo buen jugador y “bon vivant”, contraía deudas por doquier, que, por supuesto, eran diligentemente satisfechas por su padre. “El cuaderno rojo” muestra cómo a finales del siglo XVIII era frecuente el libramiento de letras de cambio para instrumentar y asegurar el pago de deudas, así como la existencia de bancos con presencia en varios Estados, ya fuera bien mediante la apertura de sucursales, bien mediante relaciones de corresponsalía.

A propósito del juego y las deudas, Constant relata “una aventura bastante divertida con una de las mujeres más ancianas del círculo de Madame Suard” (págs. 47-50):

“Se trataba de Madame Saurin, mujer de Saurin, el filósofo y autor de Espartaco. Había sido muy hermosa, cosa que sólo recordaba ella, pues tenía sesenta y cinco años. Me había distinguido con su amistad, y aunque yo había cometido la equivocación de burlarme un poco de ella, tenía más confianza en Madame Saurin que en cualquier otra persona de París. Un día había perdido en casa de Madame de Bourbonne todo el dinero que tenía, y todo el que me había podido jugar a crédito. Presionado para que pagara, se me ocurrió recurrir a Madame Saurin para que me prestase lo que me faltaba. Pero como yo mismo desaprobaba aquella acción, le escribí en lugar de hablarle, diciéndole que iría a recoger su respuesta durante la velada. Y, en efecto, fui. La encontré sola. Mi timidez natural, aumentada por las circunstancias, hizo que esperase bastante tiempo a que ella me hablase de mi nota. Finalmente, como ella no decía palabra, me decidí a romper el silencio, y empecé ruborizándome, bajando la mirada, y con una voz trémula:

—Os extrañará, tal vez —le dije—, mi atrevimiento. Me entristecería que os formarais de mí una impresión desfavorable por algo que no me hubiera atrevido a pediros nunca, si su amistad, tan grata para mí, no me hubiera animado a ello; la confesión que acabo de haceros, que vuestro silencio me hace temer que os haya ofendido, me ha sido arrancada por un irresistible impulso de confianza en usted.

Todo esto lo iba diciendo deteniéndome en cada palabra, y sin mirar a Madame Saurin. Viendo que no respondía nada, levanté la mirada y vi en su expresión de sorpresa que no daba crédito a mi sermón.

Le pregunté si no había recibido mi carta, y resultó que no. Desconcertado, de buena gana hubiera retirado mis palabras, si hubiera encontrado otros medios para salir del atolladero en que me encontraba. Pero no tenía más recursos. Había que continuar. Y continué:

—Usted ha sido tan buena conmigo, me ha demostrado tanto cariño. Tal vez me haya hecho demasiadas ilusiones. Pero hay momentos en que un hombre pierde la cabeza. Nunca me perdonaré si he traicionado su amistad. Por favor, permítame que no hable más de esa desafortunada carta. Permítame que le oculte lo que escapó de mí en un momento de obnubilación.

—No —me contestó—, confíe en mí. Quiero saberlo todo, acabe, acabe.

Y se cubrió el rostro con las manos mientras todo su cuerpo temblaba. Comprendí claramente que había tomado todo lo que acababa de decirle por una declaración de amor. Aquella equivocación, su emoción y una gran cama de damasco rojo que había a dos pasos de nosotros, me sumieron en un inexplicable terror. Pero reaccioné como un cobarde indignado y me apresuré a deshacer el equívoco.

—En el fondo —le dije—, no sé por qué la molesto con algo tan insignificante. He cometido la torpeza de jugar, perdí algo más de lo que dispongo en este momento, y os escribí para saber si podríais hacerme el favor de prestarme lo que me falta para salir del paso.

Madame Saurin permaneció inmóvil. Apartó las manos de su rostro, que ya no necesitaba ocultar. Se levantó sin decir una palabra y me entregó el dinero que le había pedido. Estábamos tan turbados, ella y yo, que todo transcurrió en silencio. Ni siquiera abrí la boca para darle las gracias”.

En conclusión: a la hora de pedir dinero a crédito, sobre todo para saldar deudas de juego, hay que ponderar todos los riesgos, incluso los más insospechados…


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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