IX Jornadas de Seguridad, Defensa y Cooperación

«España y la seguridad compartida para el Mediterráneo»
Málaga, Acera de la Marina, 11 de noviembre de 2015
«La crisis de deuda griega: repercusiones para Europa y el Mediterráneo»

El mundo pende de un hilo.
De un hilo pende el mundo.
De un hilo El Greco, de un hilo Bach.
Persia de un hilo; la luz de Platón.
Cuanto amas de un hilo en cuestión.
«El mundo pende de un hilo», Rafael Berrio (Paradoja)
1    Consideraciones generales sobre la deuda pública y el quebranto de la soberanía estatal
La deuda pública y privada, es decir, la que debe ser devuelta por los Estados, las empresas y las familias, se ha desbocado en los últimos años. Buena parte de las incertidumbres generadas y de los retos futuros guardan relación directa con la deuda y su adecuada gestión, y de la debida satisfacción de los deudores y de los acreedores.
Caruana (2014, pág. 1) estima que más allá de la extendida y caricaturesca creencia de que la crisis se originó a causa de los «reguladores soñolientos, los banqueros codiciosos y los prestatarios de alto riesgo irresponsables», a dicho origen y a la lenta recuperación ulterior se le deben añadir otras concausas, como la ausencia de una adecuada integración de las finanzas en la economía (y en la política económica), y, precisamente, el papel jugado por la deuda privada y pública o la magnitud de los canales del contagio. Los inadecuados incentivos para asumir riesgos y para la infinita expansión de las finanzas, y las limitaciones institucionales del sistema monetario internacional tampoco se deben subestimar.
En el informe publicado en febrero de 2015, la consultora McKinsey cuantifica la deuda mundial y muestra algunas pautas acerca de su evolución futura. 
La deuda ha seguido creciendo en casi todos los países, tanto en términos absolutos como en relación como con el PIB, lo que genera riesgos en algunos de ellos y limitaciones a las expectativas de crecimiento en muchos otros. En particular, la deuda global se ha incrementado desde 2007 en 57 billones de dólares. 
De este aumento, 25 billones de dólares corresponden a deuda pública, con perspectivas de seguir creciendo, lo que abre el debate sobre las medidas a tomar (venta de activos públicos, pago de impuestos extraordinarios ad hoc, implantación de programas de reestructuración más eficientes). Los Estados más desarrollados se han endeudado fuertemente para financiar rescates públicos y privados durante los años de crisis, y para mantener, dentro de lo posible, la demanda durante la recesión.
En cuanto a la deuda privada, en las naciones más afectadas por la crisis (Estados Unidos, Reino Unido, España e Irlanda) la deuda se ha reducido, pero en muchos otros no ha parado de crecer, lo que obligará a adoptar medidas (contratos de préstamo más flexibles, procedimientos de quiebra personal más claros, estándares para la concesión de créditos más estrictos).
 
Especial intensidad ha ofrecido el incremento de la deuda de China, impulsada por el crédito inmobiliario y el desarrollo de la banca en la sombra; de una deuda de siete billones de dólares en 2007 se ha pasado a otra de 28 billones a mediados de 2014.
En suma, para McKinsey, la deuda es una herramienta esencial para el desarrollo económico, pero el proceso de su creación, uso, seguimiento y reestructuración debe ser mejorado.
Gráfico:Incremento de la deuda global desde 2007 y relación con el crecimiento del PIB
 
Fuente:McKinsey Global Institute (2015)
La deuda  global, pública y privada, en diciembre de 2014, asciende a 199 billones de dólares (un 286% del PIB mundial). De estos 199 billones de dólares, 40 billones corresponden a las familias, 56 billones a las empresas, 58 billones a los Gobiernos y 45 billones a deuda financiera.
La relación deuda total/PIB es especialmente elevada en algunos Estados, como Japón (517%), España (401%), China (282%) o los Estados Unidos (269%).
Retomando el hilo, en particular, del endeudamiento público, este es esencial para el desarrollo de la economía mundial, pero, en exceso, puede ser desestabilizador, en diversas formas.
Por ejemplo, la dependencia excesiva de un Estado en relación con otro como efecto de la concesión de crédito, como advirtió Kant en «Hacia la paz perpetua» (1795), puede ser peligrosa, pues el «crédito bueno», destinado a inversiones productivas, se puede convertir en instrumento de presión y dominación en el ámbito político:
«No debe emitirse deuda pública en relación con los asuntos de  política exterior. Esta fuente de financiación no es sospechosa  para buscar, dentro o fuera del Estado, un fomento de la economía (mejora de los caminos, nuevas colonizaciones, creación de depósitos para los  años malos, etc.). Pero un sistema de crédito, como instrumento en manos de las potencias en su lucha entre ellas […] es un poder económico  peligroso […]».
Un Estado soberano también puede quedar a la merced de sus acreedores privados, como refrenda, por ejemplo, la controversia de Argentina con los llamados «fondos buitre». La  crisis  de  la  deuda  pública  argentina  en  2014  ha  mostrado  cómo  el  comportamiento oportunista de algunos tenedores minoritarios de deuda (los referidos «fondos buitre») ha puesto en  jaque  a  este  país,  al  ser  acogidas  sus  pretensiones  por  los  tribunales  de  los  Estados Unidos, con una posible extensión de efectos a otros deudores, incluso a los que, años atrás, accedieron voluntariamente a canjear la deuda emitida por otra de diferentes características (se puede profundizar en López Jiménez, 2015).
La pérdida de protagonismo de Occidente, relacionada, en un juego de suma cero, con el auge de otras potencias, implica un giro en la preeminencia europea que ha permanecido indiscutida durante los últimos 500 años. Sin duda, los actuales deudores se asemejan a siervos y sus acreedores a señores, en una tendencia fraguada, afortunadamente, a base de «poder blando».
Este declive, en opinión de un historiador como es Niall Ferguson (2013) parece descansar, en efecto, en la excesiva deuda occidental, tanto pública como privada. El esfuerzo por amortizar deuda mediante un mayor ahorro, con su efecto negativo en la demanda agregada, ha llevado a los gobiernos y bancos centrales a emplear estímulos fiscales y monetarios inéditos en tiempos de paz. Las economías endeudadas, en las que la desigualdad es creciente, solo tienen tres opciones: aumentar la tasa de crecimiento por encima del tipo de interés de la deuda, incumplir sus compromisos de pago, o saldar deudas mediante la depreciación monetaria y la inflación. Ninguna de ellas parece estar al alcance de las economías occidentales.  La montaña de deuda occidental necesitaría, para ser superada, una fuerte innovación tecnológica o una provechosa expansión geopolítica. No parece que ninguna de estas alternativas vaya a cuajar.
Para Ferguson, una de las claves de la primacía europea ha sido el surgimiento, hacia finales del siglo XVII, coincidiendo con la Revolución Gloriosa, del prestatario soberano. El Estado inglés pudo pedir prestado a una escala antes inconcebible debido al hábito de los soberanos de suspender pagos o de gravar o expropiar arbitrariamente a sus súbditos. En los siglos XVII y XVIII se acumuló rápidamente deuda pública sin que se incrementaran los costes de la financiación, sino todo lo contrario. En 1815, la deuda pública inglesa llegó al 160% del PIB. En el siglo posterior a Waterloo se pudo reducir la deuda gracias al crecimiento sostenible y a los superávits presupuestarios primarios. Sin impago o inflación, Inglaterra pasó a dominar el mundo.
En el mundo de los comienzos del siglo XXI, concluye Ferguson, hay dos tipos de economías: las que tienen enormes acumulaciones de activos, incluidos los fondos soberanos y las reservas de divisa fuerte, y las que están muy endeudadas (sobre el nuevo rol de los fondos soberanos, véase López y Coronas, 2013a y 2013b).
No sin resistencias, en los últimos años se han consolidado posiciones según las cuales el déficit público y la deuda pública, siendo admisibles, no deberían superar ciertos umbrales. Un claro ejemplo lo hallamos en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, en el ámbito de la Unión Europea, que establece un límite del déficit público del 3%, y del 60% para la deuda pública, en relación con el PIB. 
¿Por qué estos límites y no otros? Seguramente no existan umbrales objetivos aplicables a todos los casos. La polémica suscitada a propósito de los estudios sobre la deuda pública de diversos países y su evolución histórica realizados por Reinhart y Rogoff (2009) y sus supuestas deficiencias metodológicas acredita cómo se pueden caldear los ánimos al poner la raya de lo aceptable o de lo odioso más arriba o más abajo. Para Reinhart y Rogoff la línea que separa el bien del mal está en una deuda pública que supere el 90% del PIB, que generará efectos demasiado perniciosos para el Estado emisor y limitará su crecimiento.
Stiglitz, en otra obra tampoco exenta de controversia, expone en «El precio de la desigualdad» (2014), que a lo largo del siglo XIX y buena parte del siglo XX los países «sobreendeudados» eran los pobres que debían dinero a los bancos de los países ricos, los cuales tenían que hacer frente a invasiones militares o al uso de la fuerza en caso de incumplimiento («default»), como ocurrió en Méjico, Egipto o Venezuela. Tras la Segunda Guerra Mundial la función de presión sobre los deudores se trasladó al Fondo Monetario Internacional, pues «los países cedían, a todos los efectos, su soberanía económica a un organismo que representaba a los acreedores internacionales».
Lo cierto es que hemos sido testigos de la aplicación de recetas reservadas tradicionalmente a los países en vías de desarrollo a otros presuntamente sólidos y avanzados, como Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre o, con menor intensidad, nuestro propio país, cuyo sistema financiero fue rescatado en 2012. La separación entre países industrializados y Estados fallidos nunca ha sido tan difusa.
Quizá nos encontremos ante el socavamiento de los mismos pilares del concepto de soberanía, que, en el siglo XVI, fue definida por Jean Bodin, de forma grandilocuente, como el poder absoluto y perpetuo de una república. 
Otras manifestaciones de esta mayor igualdad entre los Estados soberanos y los mercados son la degradación de las calificaciones crediticias de la deuda pública por las agencias de calificación, con lo que esto supone de encarecimiento en posteriores emisiones. Hasta ahora era impensable que un Estado pudiera quebrar, pero parece un riesgo real que, en algún momento, un Estado no sea capaz de cumplir sus obligaciones de pago y se adentre en el túnel de los malos deudores y, quién sabe, si en el limbo de los Estados fallidos.
Es por ello que causa consternación contemplar la caída de Estados como Grecia, Irlanda, Portugal o Chipre, llamados en principio, al menos dentro de sus respectivos territorios, a ejercer un poder «absoluto y perpetuo» pero que no son ni tan siquiera viables financieramente, y quedan sometidos al dictado de los mercados, de sus socios y al de otras instancias internacionales, perdiendo todo vestigio de autonomía para actuar y decidir por sí mismos.
Sin duda, no solo las guerras aceleran el tiempo histórico, sino que las situaciones de crisis también lo hacen (Vidal y Alonso, 2015). La crisis de deuda pública occidental de comienzos del siglo XXI, que ha golpeado en primer lugar en el mismo ombligo de la cultura europea, así lo atestigua.
2    El drama griego
Grecia es un país pequeño, con 130.000 kilómetros cuadrados y unos 11 millones de habitantes. Su PIB en 2013 era aproximadamente de 240 millones de dólares.
El país heleno ha coronado a nuestro continente con su propio nombre, lo que nos obliga a remitirnos a la mitología y a referir el «rapto de Europa», una bella princesa fenicia de la que Zeus se encaprichó y a quien, convertido en toro blanco, embaucó para que se subiera a su lomo, para antes de que ella pudiera reaccionar lanzarse al Egeo y llevarla hasta Creta.
Obviamente, la importancia de Grecia va mucho más allá de su —limitado— poder económico o político, incluso del militar, como primera línea de contención en la siempre «caliente» frontera  europeo-asiática, en el otro extremo del Mediterráneo. 
Polis, hombres libres, ciudadanos orgullosos y altivos, equilibrados a la hora de defender lo privado y lo público, que, milagrosamente, no sucumbieron milenios atrás al empuje uniformador asiático y preservaron, primero geográficamente y después idealmente, lo que hoy día es Europa, que, sin duda, no es una zona geográfica delimitada sino una forma de ser universal y abierta, a pesar de sus muchos y evidentes yerros.
Acaso sea este bagaje cultural e intelectual, esta simbología, el que permitió la adhesión helena a las Comunidades Europeas en 1981, y la incorporación al euro (otra alusión, ahora monetaria, al clásico genio griego) en el año 2001.
Han sido necesarios tres rescates del Estado griego para que este pueda seguir siendo viable. El primero, en 2010, que le reportó ayudas por importe de 110.000 millones de euros; el segundo en 2012, por valor de 130.000 millones de euros [previa quita a los acreedores privados del 53,5% del valor de la deuda —106.000 millones, quita que ha sido ratificada por la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 7 de octubre de 2015 (asunto T-79/13) —]; y el más reciente, en 2015, por unos 86.000 millones de euros.
Cada uno de estos rescates ha tenido sus contrapartidas, generalmente vía recortes de gasto público en detrimento de los ciudadanos, con el fin de que los efectos beneficiosos se dejen sentir en el medio plazo.
El último acto, en 2015, de este verdadero drama, no solo para los griegos sino para todos los europeos, que nos representamos el mundo en prácticamente todas las facetas, como decíamos, gracias en buena parte al pensamiento clásico helénico, se ha desarrollado como en las mejores tragedias. Dudamos de que Eurípides, Sófocles o Esquilo hubieran mantenido con tanta tensión y maestría el pulso narrativo, estremeciendo tan profundamente las entrañas del público, casi tan perceptibles y palpitantes como las de un Prometeo encadenado.
Sobran los argumentos superficiales, los evidentes yerros, el maniqueísmo, la apelación a buenos y malos, a la ética y a las lecciones a dictar a unos por otros. Estamos donde estamos, y lo único de lo que no dudamos es de que Europa no se entiende sin Grecia, ni Grecia sin Europa, y que, agotada la estructura del drama, ya han pasado la presentación y el nudo y nos encontramos cerca del desenlace, con una moraleja final que podría tener efecto reflejo en otras tramas similares en curso (la italiana, la portuguesa, la española…), con efectos potenciales igual de deletéreos.
El problema griego ya no es una cuestión puramente nacional o periférica, sino que su resolución implica a la Eurozona y al conjunto de la Unión Europea (Fernández Llera, 2015). Como muestra este autor, la estructura de gastos e ingresos públicos en Grecia, tomando como referencia 2013, es singular por varias razones. La primera, los elevados costes relacionados con la carga de intereses y amortizaciones de deuda, y las cuantiosas ayudas directas al sector financiero, lo que deja escaso margen para el gasto en protección social. La segunda, los elevados gastos en defensa nacional, con respaldo, pretendidamente, en motivos geoestratégicos, pero que resultan cada vez menos justificables en el marco de la política de defensa común de la Unión Europea y de la incardinación en la OTAN.
Son numerosas las voces autorizadas que consideran que la deuda griega es excesiva y necesita ser reestructurada (véase Eichengreen, Allen y Evans, 2015). El mismo Fondo Monetario Internacional (2015) ha dedicado estudios específicos a la sostenibilidad de la deuda griega. En cualquier caso, esta hipotética reestructuración en forma de quita habría de ir asociada a profundos programas de reformas, y todo ello ir acompasado en el tiempo.
Lo cierto es que cada uno de los tres programas de asistencia financiera ha aparejado enormes sacrificios para una ciudadanía griega muy castigada por la crisis, a la que se ha pedido cada vez mayores esfuerzos sin un horizonte claro de obtención de beneficios, como contrapartida, en el corto plazo. El debate entre la aplicación preferente de medidas de austeridad o de incremento del gasto público ha adquirido especial significación en un país como Grecia, una de los primeras naciones occidentales a las que se han importado las «terapias de choque» aplicadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, por ejemplo, en los países latinoamericanos o africanos.
Esto ha generado que los votantes hayan conferido su voto, mayoritariamente, a una coalición de partidos de izquierda (Syriza). La crisis de 2015 que ha antecedido al tercer rescate ha venido rodeada de una viva polémica y de una elevación del tono, que ha conducido a que se planteara en referéndum al pueblo heleno la decisión de en qué términos se había de negociar con la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional, acompañados por el Mecanismo Europeo de Estabilidad) el tercer programa de rescate. 
Por momentos, especialmente tras el respaldo del pueblo heleno a la tesis defendida por su Gobierno para rechazar los términos de la oferta de la Troika, ha llegado a parecer que una salida de Grecia del euro, e incluso de la Unión Europea, era una opción real, aunque la presión política, y la de los mercados, ha servido para reconducir la situación y alcanzar un cierto aunque delicado equilibrio. En agosto de 2015, con cesiones recíprocas, se aprobó el nuevo programa de ajuste macroeconómico para Grecia, como prerrequisito para acceder a nueva ayuda financiera. La hipotética salida de Grecia del euro habría tenido efectos desconocidos pero, con toda probabilidad, devastadores para Europa.
Se ha llegado a plantear que esta ola de cambio político comenzada en Grecia pueda llegar, no se sabe si como «tsunami» o de forma más atenuada, a otros países en apuros, como puede ser el nuestro. En un informe fechado a 16 de julio de 2015, es decir, varios meses antes de las elecciones generales españolas, J.P. Morgan ha vaticinado como escenario central que la derecha conservará el poder, en una gran coalición con la izquierda tradicional o en un gobierno minoritario con el partido de reciente creación «Ciudadanos».
Las figuras del primer ministro griego, Alexis Tsipras y, sobre todo, de quien fue Ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, han encarnado esta oposición.
Pocos personajes han despertado tantas adhesiones y rechazos, y tan intensos, como Varoufakis, de quien, a pesar de todo, hay reflexiones que merece la pena considerar, contenidas, fundamentalmente, en su obra «El Minotauro Global». Este libro tiene un punto de  arranque bien sencillo: el hegemón resultante de la  Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos,  consolidó su rol estelar, por primera vez en la  Historia mundial, aumentando su déficit adrede. De  este hecho resultó la financiarización de la economía global que vino a reforzar este «reinado» y plantaba las semillas de su futura ruina. La crisis griega, la española o la italiana no son más que un síntoma del cambio de tendencia general, de la herida de muerte del minotauro y del vacío de poder creado tras su pérdida de vigor, en tanto su lugar no sea ocupado por un sustituto. 
Igualmente, en este libro se señalan otros elementos que coadyuvaron a que se desataran todos los males: el neoliberalismo de Reagan y Thatcher, la designación de Alan Greensan como presidente de la Reserva Federal (y, previamente, de Paul Volcker), el papel desempeñado por los organismos reguladores —y el rol cardinal de la norteamericana Ley Glass-Steagall en los años de la Gran Depresión— y por las agencias de calificación crediticia, los derivados, la innovación tecnológica y financiera, la codicia, las «prácticas casi criminales y con productos financieros que cualquier sociedad decente tendría que haber prohibido», las primas de los banqueros de inversión, el origen americano de la crisis y su contagio a Europa… 
Concluye Varoufakis que cuanto más alto vuela el sistema capitalista, «más se aproxima al momento de su propia ruina, de forma muy parecida al mítico Ícaro. Después, tras el “crash” (y a diferencia de Ícaro), se levante del suelo, se sacude el polvo y vuelve a embarcarse en la misma ruta una y otra vez».
Como decíamos, el 19 de agosto de 2015 el Consejo Europeo aprobó la Decisión referente a los ajustes a aplicar por el Estado griego para recibir el rescate, que no se alejan de los dos programas anteriores, o de los de otros países en situación análoga: sostenibilidad fiscal, salvaguarda de la estabilidad financiera, refuerzo de la competencia y el crecimiento, y modernización del Estado y de la administración pública. En cambio, en esta ocasión se ha prestado especial atención al impacto social del programa, y se han habilitado medidas complementarias de apoyo para tratar de absorber los efectos más perjudiciales para los más desfavorecidos (Comisión Europea, 2015).
Sin embargo, más indirecta que directamente, hay que reconocer que la institución que quizás haya hecho más por la integridad europea sea una que no tiene este fin entre sus atribuciones: el Banco Central Europeo. Hay que recordar que a la Historia ha pasado la frase pronunciada por el Presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, cuando, el 26 de julio de 2012, en pleno ataque especulativo contra la deuda pública española e italiana, y, por consiguiente, a la moneda común, consiguió equilibrar de nuevo la «guerra» latente entre los Estados europeos y los mercados: «Within our mandate, the European Central Bank is ready to do whatever it takes to preserve the euro. And believe me, it will be enough». Al son de estas palabras sanadoras, y a la promesa de compra ilimitada de deuda pública por el Banco Central, que ni siquiera se hubo de materializar, la percepción del riesgo se comenzó a suavizar. 
El Banco Central Europeo también ha desempeñado un papel crucial, pero muy prudente, dotando de liquidez a los bancos helenos en los momentos de mayor tensión y retraimiento de los mercados, coincidiendo con las fases más agudas de la crisis griega de 2015.
En este contexto se ha producido un hecho singular, como el aproximamiento, previsible, por otra parte, de Rusia a Grecia, para ofrecer ayuda en diversas formas, lo que abre nuevos interrogantes, quizá por la propia desidia o falta de interés mostrada por los socios europeos, en una zona extraordinariamente compleja desde el punto de vista estratégico y geopolítico, en la que convergen diversas tramas de alto voltaje (la turca, la chipriota, la iraní, la siria, la israelí, la de los países de la «Primavera Árabe»…).
La crisis griega de 2015, la tercera en un lapso de cinco años, parece haber quedado neutralizada hacia agosto de 2015. Precisamente, la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas ha aprobado en septiembre del mismo año unos «Principios Básicos sobre Procesos de Reestructuración de Deuda Soberana de las Naciones Unidas», que carecen de fuerza vinculante pero que pueden representar un importante paso adelante para futuros procesos de alivio de deuda pública, en un mundo, como hemos mostrado, extraordinariamente endeudado. Los acreedores quizás deban tomar conciencia de que no merece la pena someter a perpetuidad al deudor, y que razonables estándares de bienestar material del deudor permitirán la recuperación del capital prestado, lo que vale tanto para deudores privados como públicos.
En concreto, estos principios son, en síntesis, los siguientes:
          Derecho de todo Estado a determinar su política macroeconómica sin injerencias externas.
          Deber de buena fe/cooperación del deudor y del acreedor.
          Transparencia.
          Imparcialidad e independencia.
          No discriminación, en general, entre acreedores.
          Respeto a las inmunidades de jurisdicción y ejecución.
          Respeto a la legalidad por la que se rige la deuda y a lo pactado contractualmente.
       Respeto al crecimiento sostenible y minimización de los costes sociales, con garantías para la estabilidad financiera y los derechos humanos.
          Las minorías no deberían bloquear los acuerdos alcanzados por la mayoría de acreedores (CAC).
3    Conclusiones
  
      Todo lo que hemos expuesto nos permite concluir lo siguiente:
1   La debilidad europea se ha revelado crudamente con la crisis financiera y económica comenzada en 2007, cuyos efectos aun se dejan notar.
2    Paradójicamente, como paso previo hacia una mayor unidad política, se pretende reforzar, en el más difícil de los momentos, el marco bancario (Unión Bancaria) y económico (UEM).
La inexistencia de una «soberanía financiera y económica de la UE», que pasaría por una previa renuncia, para su cesión, de la soberanía de los Estados miembros, debilita a la Unión ante sus pujantes competidores políticos, que ahora también lo son económicos.
4   Se han de superar, con el esfuerzo conjunto, las tensiones internas en el seno de la Unión Europea, que son palpables y perjudiciales para todos.
5   La hipotética salida de Grecia del euro, incluso de la Unión Europea, podría tener consecuencias severas, incluso definitivas, para el proyecto de construcción europea. Por ello, no parece que este escenario se deba siquiera considerar.
6   Cada vez son más las voces que sugieren la práctica de quitas a la deuda pública griega. Las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas podrían facilitar el proceso, aunque la extensión de estas medidas a otros países industrializados sobreendeudados debería ser seriamente ponderada.
7   La falta de criterio de las autoridades europeas ha provocado el acercamiento de otras potencias, como Rusia, a Grecia, arrojando mayor complejidad geopolítica en una zona inestable de por sí.
Referencias bibliográficas
Caruana, J. (2014), «Debt trouble comes in threes», International Finance Forum2014 Annual Global Conference, Beijing, 1 November.
Comisión Europea (2015): «Assessment of the Social Impact of the New Stability Support Programme for Greece», Commission Staff Working Document, SWD(2015) 162 final, 19 August. 
Consejo (2015): Decisión de Ejecución (UE) 2015/1411, del Consejo, de 19 de agosto de 2015, por la que se aprueba el programa de ajuste macroeconómico de Grecia.
Eichengreen, B., Allen, P. & Evans, G. (2015): «Breaking the Greek debt impasse», Vox  CEPR´s Policy Portal, 7 September.
Ferguson, N. (2013): La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías, Random House Mondadori, S.A. (Debate).
Fondo Monetario Internacional (2015): «Greece: Preliminary Draft Debt Sustainability Analysis», IMF Country Report No. 15/165, 26 June.
Fernández Llera, R. (2015): «Tercera y vencida: un viaje al nuevo rescate de Grecia», Diario La Ley nº 8.598, 4 de septiembre.
J.P. Morgan (2015): «Spanish politics in the aftermath of the Greek deal», Europe Economic Research, 16 July.
López Jiménez, J.Mª. y Coronas Valle, D. (2013a): «Crisis y Fondos Soberanos: ¿El abrazo del oso?», documento de opinión 14/2013, Instituto Español de Estudios Estratégicos, 5 de febrero.
López Jiménez, J.Mª. y Coronas Valle, D. (2013b): «Fondos soberanos: entre la necesidad y la razón de Estado», documento de opinión 35/2013, Instituto Español de Estudios Estratégicos, 16 de abril.
López Jiménez, J.Mª. (2015): «El “impago selectivo” de deuda pública argentina de 2014: los soberanos no son lo que eran», documento de opinión 11/2015, Instituto Español de Estudios Estratégicos, 22 de enero.
McKinsey Global Institute (2015): «Debt and (not much) deleveraging», Executive Summary, February.  
Reinhart, C.M. & Rogoff, K.S. (2009): This Time Is Different: Eight Centuries of  Financial Folly, Princeton University Press.
Stiglitz, J. (2014): El precio de la desigualdad, Punto de Lectura.
Varoufakis, Y. (2015): El Minotauro Global, Debolsillo.
Vidal, R. y Alonso Russi, E. (2015): España y la Seguridad compartida para el Mediterráneo (Análisis jurídico y conceptual), IX Jornadas de Seguridad, Defensa y Cooperación, Foro para la Paz en el Mediterráneo.

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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