(Publicado en UniBlog el 5 de febrero de 2019)

Con un artículo anterior publicado en este mismo Blog (“Finanzas sostenibles, cambio climático y sistema financiero”) comenzamos una serie de tres “post” relacionados con las finanzas sostenibles y el “enfoque ASG”, es decir, el ligado a los aspectos ambientales, los sociales y los de gobernanza o gobierno corporativo.

Aunque las finanzas sostenibles o responsables se tienden a identificar, casi en exclusiva, con el impacto de la actividad empresarial en el medioambiente, los elementos social y de gobernanza son igualmente relevantes y se deben ponderar para garantizar, en sentido amplio, la efectividad del compromiso con la ciudadanía de las entidades financieras y no financieras.

Las empresas tienen un doble reto: de un lado, no centrarse en la satisfacción exclusiva de los accionistas mediante la maximización de beneficios a corto plazo (visión “shareholder”), y, de otro, optimizar, en la creación de valor a largo plazo, los aspectos financieros, sociales y ambientales (“visión “stakeholder”) (Dirk Schoenmaker).

En este artículo prestaremos atención, en especial, a los aspectos sociales, reservando los vinculados con la gobernanza para el tercero y último.

En un mundo globalizado en el que, a pesar de algunos recientes retrocesos, la movilidad social y los intercambios comerciales se multiplican, se han de buscar referencias básicas de validez universal, que permitan el reconocimiento de la dignidad de las personas y de los derechos que les son inherentes con independencia del lugar en el que se encuentren en cada momento.

Por ello, el denominador común del compromiso social de toda empresa se encuentra en la defensa de los derechos humanos, codificados en la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” de las Naciones Unidas, proclamada en París por la Asamblea General el 10 de diciembre de 1948, como un ideal compartido por todos los pueblos y naciones.

Los 10 Principios del Pacto Mundial proporcionan una mayor concreción de estos derechos universales en relación con la actividad empresarial, el trabajo, el medioambiente y la lucha contra determinados delitos.

Así, por ejemplo, las empresas deben respetar y apoyar la protección de los derechos humanos fundamentales y no ser cómplices de su vulneración (principios 1º y 2º).

Desde el punto de vista laboral, las empresas deben admitir la libertad de sindicación y el derecho de negociación colectiva (principio 3º), no beneficiarse de los trabajos forzosos o del trabajo infantil (principios 4º y 5º) y erradicar las prácticas discriminatorias (principio 6º).

Por último, además de respetuosas con el medioambiente (principios 7º, 8º y 9º), las empresas deben combatir la corrupción, la extorsión y el soborno (principio 10º).

Puede dar la impresión de que algunos de estos principios, como los que tratan de poner fin a la esclavitud o al trabajo infantil, son extraños en relación con las empresas de los países más desarrollados. Sin embargo, estos compromisos van más allá de la actividad propia y aconsejan la vigilancia, hasta donde resulte posible, de toda la cadena de suministro, atendiendo a las prácticas de las empresas, incluidas las que radiquen en el extranjero, que directa o indirectamente incidan en la oferta final de bienes y servicios.

En cuanto a los derechos laborales, cabe decir lo mismo: en países como España y los de su entorno, estos derechos, tanto en la vertiente individual como en la colectiva, están reconocidos constitucionalmente, se ejercen normalmente y se tutelan por los tribunales en caso de vulneración, pero la realidad puede ser otra muy distinta en los países en los que están establecidas las filiales de las compañías o sus proveedores.

La lucha contra las prácticas discriminatorias supera la eventual desigualdad de género en las empresas, en cuanto a las condiciones laborales o la retribución, y alcanza, por ejemplo, a la integración de las personas discapacitadas y, más en general, a la promoción de la diversidad.

Cerramos este rápido repaso de los Principios del Pacto Mundial con el compromiso que las empresas deben asumir para combatir, entre otras prácticas delictivas, la corrupción, la extorsión o el soborno, que minan la confianza que los accionistas y los inversores, los ciudadanos y otros grupos de interés depositan en las entidades. La contribución del sistema financiero para la prevención del blanqueo de capitales es, como se puede intuir, especialmente intensa, dado su papel central en el sistema de pagos.

Los inversores y los clientes comienzan a incluir entre sus preferencias el compromiso de las empresas y de las entidades bancarias con las finanzas sostenibles y, más en concreto, con el respeto por los derechos humanos en todas las esferas y por los derechos de los trabajadores, y con la colaboración para la prevención de determinados delitos. La evidencia empírica parece confirmar la validez de este círculo virtuoso, que permite a las entidades crecer de forma más sólida en el largo plazo y resistir con más garantía los envites del ciclo económico.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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