(Publicado en Pisos.com el 2 de enero de 2019)

Con la mejoría de la situación económica general, el mercado inmobiliario español ha crecido con fuerza en los últimos meses. Si con la adquisición de la vivienda habitual —o primera vivienda— se cubre la necesidad habitacional permanente de las personas, la compra de la segunda vivienda sirve, más bien, para la ocupación vacacional o en momentos concretos a lo largo del año, además de constituir una modalidad de ahorro o inversión (aunque este último carácter está también implícito en la adquisición de la vivienda habitual).

Si tenemos en cuenta que, en un escenario de tipos de interés cercanos a cero o negativos, la rentabilidad de los productos bancarios tradicionales es igualmente reducida, y la escasa propensión de parte de la clientela de perfil más conservador a invertir en productos más complejos como, por ejemplo, fondos de inversión o renta variable, no es de extrañar que parte de los ahorros de la población, o la inversión, se dirijan hacia el sector inmobiliario.

Lo primero que el interesado tendrá que evaluar, al margen del destino previsto para la segunda vivienda, sobre lo que volveremos más adelante, es si cuenta con los fondos suficientes para pagar el precio del bien, los impuestos (pago del IVA en el caso de vivienda de obra nueva, o ITP en el de vivienda de segunda mano) y los gastos asociados a la transacción de compraventa (como los de registro de la propiedad o notario, entre otros). Si careciera de fondos suficientes, en todo o en parte, debería recurrir al endeudamiento bancario (préstamo hipotecario o personal, según las circunstancias de cada caso).

Se adquiera el inmueble con fondos propios o ajenos, o con una combinación de ambos, el propietario debe tener capacidad para asumir los gastos corrientes asociados a la titularidad (pago del IBI, comunidad de propietarios, suministros, mantenimiento…).

Llegados a este punto, el propietario se podría plantear: (i) el uso personal del inmueble en determinados momentos del año, (ii) su alquiler a un tercero a cambio de una renta o (iii) una solución mixta (ocuparlo algunas semanas o meses al año y alquilarlo el resto del tiempo). Obviamente, con la renta mensual podrían recuperar o minorar los gastos citados anteriormente.

Disponga del bien para sí mismo o lo alquile, el propietario tendrá que pagar impuestos: en el primer caso, la mera tenencia nos llevaría al régimen de imputación de rentas del IRPF, y, en el segundo, al de los rendimientos del capital inmobiliario.

Mientras el propietario disfruta de la segunda vivienda personalmente o la arrienda —y compensa “la no disponibilidad” con la renta satisfecha por el inquilino—, el bien puede aumentar su valor en relación con el coste de adquisición. En este punto hay que matizar que dicho incremento no se materializaría hasta la efectiva venta a un tercero, momento en el que, además de la originación de nuevos gastos a repartir entre las partes, el transmitente debería volver a pagar un impuesto, en este caso la conocida como plusvalía. Además, se ha tendido a considerar que la propiedad inmobiliaria solo acumula valor pero nunca lo pierde, afirmación que la reciente crisis económica ha puesto en entredicho.

En suma, antes de dar el paso de ampliar el patrimonio con una segunda vivienda, deben valorarse todos estos elementos, y otros no menos importantes como, por ejemplo, la mayor dificultad de convertir en líquido un activo como un inmueble, o el particular impacto del ciclo económico e inmobiliario en la toma de decisiones y en el valor del bien.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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