(Publicado en Cinco Días el 4 de junio de 2018)

Que los 27 Estados que componen la Unión Europea (excluido el Reino Unido) se mantengan unidos es un prodigio. Se pueden criticar múltiples aspectos del diseño de la Unión (particularmente, el desinterés ciudadano), pero, con todo, el proyecto sigue creciendo y consolidándose, especialmente cuando se deben superar retos irresolubles (así de paradójica es Europa…).

Un desafío reciente resuelto con éxito ha sido el de la puesta en marcha de la Unión Bancaria, de la que forman parte los países del euro, en la que los engranajes de los mecanismos de supervisión y resolución están ya operativos y bien engrasados, a falta de la creación de un verdadero fondo de garantía de depósitos.

La disposición normativa de referencia sobre la que se erige todo el edificio bancario en Europa, tanto para los países del euro como para los que cuentan con una moneda propia, es la Directiva 2013/36/UE. Esta Directiva presta particular atención al gobierno corporativo de las entidades bancarias, pues esta materia se rigió, en los años anteriores a la crisis, por códigos de conducta de aplicación voluntaria que impidieron la toma de decisiones adecuadas, el control interno de los ejecutivos y la supervisión externa por las autoridades.

No es complicado imaginar la dificultad de que este denominador común sea del gusto de todos. De un lado, esta Directiva se aplica, con la debida transposición interna, tanto en los Estados que han asumido el euro como en los que no. Por otro, la regulación de las instituciones bancarias en cada país dista mucho de ser idéntica.

Por ejemplo, en algunos países la administración de la entidad se desdobla en un consejo ejecutivo y en otro de supervisión (caso de Alemania), mientras que en otros, como España, el órgano de administración, en cuyo seno se reparten las tareas ejecutivas y las supervisoras entre los consejeros, es único.

Un papel clave corresponde en todo caso al presidente del órgano de administración; según el artículo 88 de la Directiva, “no debe poder ejercer simultáneamente las funciones de consejero delegado de la misma entidad, salvo que la entidad lo justifique y las autoridades competentes lo autoricen”.

¿En qué casos puede tener justificación esta concentración de funciones en una misma persona? El “Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas” (CNMV, 2015) admite que la acumulación de cargos “puede proporcionar a la compañía un liderazgo claro en el ámbito interno y en el externo, así como reducir los costes de información y coordinación”. Por ello, parece prudente que la normativa europea deje abierta la puerta al doble desempeño siempre que la autoridad supervisora lo autorice.

Siendo este el razonable marco de actuación, es en los detalles donde surgen los inconvenientes. La sentencia del Tribunal General de la Unión Europea de 24 de abril de 2018 (asuntos acumulados T-133/16 a T-136/16) resuelve la controversia en torno a la posibilidad de que el presidente del consejo de una entidad pueda ejercer al mismo tiempo como “directivo efectivo”.

El asunto se planteó en relación con cuatro cajas integrantes del grupo cooperativo francés Crédit Agricole. Estas cajas trataron de nombrar a una misma persona para los puestos de presidente del consejo y de “directivo efectivo”, aunque el BCE, como supervisor prudencial de Crédit Agricole, aprobó la designación de las personas en cuestión, exclusivamente, como presidentes del consejo, pero se opuso a que ejercieran simultáneamente como “directivos efectivos”.

El Tribunal General concluye que, según el Derecho de la Unión y el francés de transposición, con el respaldo de la interpretación del Consejo de Estado francés, el “directivo efectivo” es un integrante de la alta dirección de la entidad y, por lo tanto, se le puede oponer la anterior prohibición de ejercicio simultáneo de funciones ejecutivas y no ejecutivas. Es decir, en la práctica se equipara a estos efectos al “directivo efectivo” con el consejero delegado.

Serán los reguladores —como la Autoridad Bancaria Europea— con sus recomendaciones y los tribunales con sus sentencias los que deban ir llenando las omisiones —deliberadas o no— de unos legisladores europeos que hubieron de actuar con celeridad para evitar el derrumbamiento del sistema bancario europeo.

 

 


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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