(Publicado en Uninoticias, nº 107, marzo de 2019)

La conocida como “Cumbre de París sobre el Cambio Climático” celebrada en 2015, junto con la aprobación por las Naciones Unidas en ese mismo año de la “Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”, con sus 17 objetivos y sus 169 metas, parecen haber sido los principales detonantes que han puesto en el foco de atención mundial el clima y la sostenibilidad.

El “Acuerdo de París” resultante de la Cumbre pretende que la temperatura media de la Tierra no suba a finales del siglo XXI más de 2 grados centígrados en relación con el periodo preindustrial, aunque lo idóneo sería que no superase los 1,5 grados, ya que, de lo contrario, los riesgos asociados al calentamiento global podrían multiplicarse.

A estas alturas, en 2019, los desarreglos climáticos se extienden por todo el planeta. Según datos del Banco de Inglaterra, las pérdidas financieras en el sector de seguros asociadas a estas calamidades se aproximaron en 2017 a los 140.000 millones de dólares. Los perjuicios económicos anuales causados en todo el mundo por estas catástrofes se han cuantificado en 300.000 millones de dólares  (Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres y Centro de Investigación de Epidemiología de Desastres).

Precisamente, el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) nº 13 se refiere al cambio climático y a sus efectos, y a la necesidad de adoptar medidas urgentes para combatirlos. El fin primordial de este ODS es sensibilizar a los particulares e instituciones de los riesgos relacionados con el clima, pero, adicionalmente, identifica la conveniencia de movilizar 100.000 millones de dólares anuales para el año 2020 con el propósito de atender las necesidades, especialmente, de los países en desarrollo.

Por otra parte, solamente para Europa, se estima que serían necesarios unos 180.000 millones de euros para alcanzar los objetivos de descarbonización, es decir, para la instauración de un modelo económico dependiente en menor medida de las fuentes de energía fósiles y más de las renovables (informe del “Grupo de Expertos de Alto Nivel”, designado por la Comisión Europea, de enero de 2018).

El papel que puede desempeñar el sistema financiero es, por tanto, doble: por un lado, puede facilitar financiación directa para atender, entre otras, las necesidades específicas que hemos señalado, pero, por otro, puede canalizar la inversión —tanto la propia como la de sus clientes— hacia empresas y sectores económicos respetuosos con el medioambiente y con el crecimiento sostenible a largo plazo.

Debemos aclarar que el concepto tan en boga de “finanzas sostenibles”, relacionado con el fenómeno que estamos considerando y que puede ser clave para promover el bienestar de los ciudadanos, no solo aglutina la debida ponderación del elemento ambiental sino también la de los elementos social (respeto por los derechos humanos, la salud y la seguridad de los trabajadores, inclusión financiera, protección de los consumidores…) y de gobernanza (fomento de la participación de los accionistas, transparencia sobre el funcionamiento interno de las empresas, adecuada gestión de los riesgos, actitud firme para prevenir la corrupción, el soborno o el blanqueo de capitales…).

Por ello, se va abriendo camino el conocido como “enfoque ASG”, es decir, aquel por el que las empresas identifican el impacto ambiental, social y de gobernanza inherente al desarrollo de sus actividades, lo gestionan y lo mitigan.

En este sentido, el sector financiero puede servir de apoyo a unos inversores institucionales, pero también minoristas, que muestran verdadero interés por que la inversión se dirija hacia empresas que tomen en debida consideración, entre otros, estos criterios. Desde el punto de vista de las empresas potencialmente receptoras de estos fondos, estas también se podrían beneficiar de un mayor volumen de capital en busca de acomodo y de un mayor compromiso y estabilidad por parte de los inversores interesados en el “enfoque ASG”.

¿Cómo pueden conocer los pequeños y los grandes inversores qué empresas destacan por su compromiso ambiental, social y de gobernanza? Por ejemplo, a través del establecimiento de identificadores, que, en la práctica, partiendo de su carácter homogéneo, funcionarían de forma similar a las calificaciones crediticias otorgadas por las empresas de “rating” a determinadas instituciones, como elemento no definitivo pero sí indicativo de la sostenibilidad de cada una de ellas y de sus prácticas. La Comisión Europea ya ha formulado una propuesta de reglamento en esta línea, y ha iniciado los trámites para la modificación, entre otras disposiciones, de la normativa MiFID, para que las empresas de inversión identifiquen las “preferencias ASG” de sus clientes a través de un formulario.

Otro instrumento clave es el de la difusión por las entidades —inicialmente, las de mayor tamaño— de información no financiera, es decir, la relacionada, primordialmente, con los aspectos ambientales, sociales y de gobernanza. La Unión Europea ya aprobó una Directiva al respecto en 2014, que es el origen de la Ley 11/2018, de 28 de diciembre, sobre información no financiera y diversidad (que da continuidad al Real Decreto-ley 18/2017, ampliando su objeto), por la que se obliga a las entidades de mayor tamaño por número de clientes y volumen de negocio a incluir en el informe de gestión de sus cuentas anuales un “estado de información no financiera”.

Como se puede apreciar, en esta fase en la que se requiere de las empresas, en general, un mayor compromiso ambiental y social, el esfuerzo que se exigirá a las entidades financieras será doble, pues, además de dar cumplimiento a estas obligaciones, deberán procurar que la inversión se canalice hacia los sectores económicos más concienciados con la sostenibilidad, para preservar el planeta y atender las nuevas expectativas de los ciudadanos.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *