Un auténtico jarro de agua fría; algo impensable hace apenas unos días; la caída de un mito; el fraude personificado en una de las más grandes, conocidas y queridas empresas alemanas y del mundo. Un caso que no solo cuestiona al infractor, sino la vigencia de un modelo.

Como ha escrito Zingales, qué no habrían dicho los periódicos alemanes si la empresa en cuestión, en vez de alemana, hubiera sido italiana, o griega, o española. Esta vez no han sido los “estúpidos y avariciosos americanos”, como pasó con Enron o con Lehman Brothers, ahora hemos sido nosotros, los europeos, los que intentamos dar lecciones de gobernanza al mundo, pública y privada. 
La solidez se ha deshecho, la empresa, como unidad de acción y buque para navegar, con seguridad, por la realidad, ha perdido su mayor capital, su mayor tesoro: la confianza.
Nos llegaron a convencer de que el modelo productivo y corporativo alemán de posguerra era lo más parecido al virtuosismo (y que el japonés, erigido en torno a los “kereitsu”, era todo lo contrario, con sus conductas de concertación empresarial).
“Sistema corporativo de cogestión”, esta parecía ser la pócima mágica. La participación de los trabajadores en el proceso de toma de decisiones empresariales, generadora de más lealtad de aquellos hacia la empresa, de mayor rentabilidad y viabilidad empresarial. Pocos vislumbraron que la primitiva idea de confrontación entre patronos-proletarios quedó desfigurada por una sociedad post-industrial, en la que el conflicto de clases ha quedado, en gran medida, superado.
Leonid Bershidsky nos cuenta, en un artículo al que hemos accedido por un tuit de Jesús Alfaro, que el sistema corporativo alemán reconoce la presencia en los consejos de supervisión, además de a los accionistas, a otros grupos de interés, como los trabajadores, los gobiernos locales e incluso los acreedores. En consecuencia, en este Consejo de Volkswagen la mitad de los veinte vocales son elegidos por los trabajadores, y dos más por el Estado de Baja Sajonia. Por ahí se podría haber abierto una importante brecha en los sistemas defensivos y de prevención, añadimos.
Vamos, que o el modelo se inspira en lo que fueron nuestras cajas de ahorros, o nuestras cajas, que también parecieron, en conjunto, virtuosas, copiaron el modelo alemán… Recuérdese: el modelo de las sociedades alemanas y el de las cajas (actual Ley 26/2013, anterior Ley 13/1985) es el dual, en el que el órgano ejecutivo queda controlado por otro de supervisión, a diferencia del modelo monista, en el que ambas funciones competen a un único consejo de administración.
Zingales, en el mismo artículo citado anteriormente, expone que el caso Volkswagen se podría haber evitado con un canal de denuncias y con una cultura de cumplimiento que emanara desde lo alto de la empresa hasta su último resquicio (tone at the top).
No sabemos qué decir, no nos parece que “un chivatazo” de un empleado, de un proveedor, de un cliente o hasta de un competidor hubiera conducido, necesariamente, a la detección de las irregularidades, a la subsanación y a la depuración de responsabilidades. Llega un punto en el que el fraude es tan grande que hay poco margen, como en las burbujas inmobiliarias, para el arreglo ordenado. 
Recordamos ahora el caso Gowex y cómo fue destapado por Gotham, en un expediente poco ortodoxo pero, al parecer, efectivo para separar el grano de la paja (e, inevitablemente, también con vencedores y vencidos).
En España se ha perfilado recientemente la responsabilidad penal de las personas jurídicas (Ley Orgánica 1/2015, con el antecedente fallido de la reforma del Código Penal de 2010).
En Volkswagen parece que los controles internos no han sido eficaces luego, al menos teóricamente, no habría lugar para la exoneración de la responsabilidad penal, como mucho para la atenuación. 
Si seguimos con este juego teórico, si se pudiera aplicar a una empresa como esta la pena de disolución, prevista en el Código Penal español, los daños serían mucho mayores, pues de una conducta de unos pocos habrían de desprenderse fatales consecuencias para muchos colectivos, pero, sobre todo, para dos: los trabajadores y los accionistas, ambos, inicialmente, inocentes.
No parece lógico que ni unos ni otros deban pechar con tan terribles consecuencias, la de la muerte de la personalidad jurídica por decisión del Estado, además de que sería un sinsentido económico derribar lo poco que quedara en pie de la compañía, esa que, de forma tan misteriosa, ha permitido encapsular el capital y servir a su vez de palanca para la generación de riqueza, según Hernando de Soto y su evocadora concepción (piénsese, por ejemplo, en las garantías prendarias sobre acciones de esta compañía, que habrán provocado que el deudor que las hubiere ofrecido a un acreedor necesariamente haya debido aportar nuevas garantías… como se aprecia, un claro efecto dominó para la destrucción de riqueza).
Por tanto, tenemos claro que se ha falseado la producción y la información, que se ha dañado a los clientes, a los no clientes, al medioambiente, etcétera, y que lo que era sólido ahora es leve. Pero, a partir de ahí, todo son dudas.
Bueno, quizá tengamos otra certeza: a todos nos gusta ganar, pero ejemplos como este muestran que no se puede vencer siempre y a cualquier precio, que no todo vale. Alguien debe establecer límites, pero, ¿quién le pone los cascabeles al gato?

José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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