Hace unos días busqué argumentos para resolver una consulta planteada relativa al embargo de unas acciones pertenecientes en proindiviso a diversos titulares. Recurrí, por intuición, al Código Civil y allí, en la inmediación del artículo 392, encontré la solución, aliñada con alguna sentencia del Tribunal Supremo: el carácter transitorio de la propiedad en común, el derecho a pedir por cada copropietario su división, el ineludible respeto a los derechos de terceros, etcétera.  

Me maravilló, por olvidado, que un cuerpo legal conciso, un todo sistemático de 1.976 artículos, fuera la base para la prevención y la resolución de controversias, acostumbrado uno como está a pensar más que en la legislación en la regulación, ese nuevo concepto aglutinador de reglamentos de la Unión Europea, directivas, normas de transposición, reglamentos delegados de la Comisión Europea, guías y recomendaciones de la EBA, la ESMA o la EIOPA, principios elaborados por el FSB, o cartas del Banco Central Europeo que, en su función supervisora, se dirigen a las entidades significativas supervisadas, todo ello sazonado con la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Para los que nos desenvolvemos en el día a día del sector financiero era suficiente, simplificando bastante, con saber manejar algunos criterios sencillos y básicos, como que las obligaciones para las entidades financieras procedían primordialmente de leyes aprobadas por el Congreso, de reales decretos dictados por el Gobierno, de órdenes ministeriales emanadas del Ministerio de Economía y de circulares originadas en el Banco de España o en la Comisión Nacional del Mercado de Valores, que desde Europa se nos dirigían recomendaciones no vinculantes (como la que aconsejaba el establecimiento de una franquicia de 150 euros en los contratos de tarjetas para limitar la responsabilidad por operaciones no autorizadas por el titular) y se promulgaban directivas que debían ser adaptadas a nuestro sistema nacional, sin prisas excesivas, a través de los cauces indicados.

Pocos hubieran apostado en 2011 o 2012 por una sustitución, en bloque y en tan breve tiempo, de los viejos moldes patrios por otro compartido por media Europa. Las funciones supervisoras del Banco de España han sido asumidas por el Banco Central Europeo en noviembre de 2014, en el marco del Mecanismo Único de Supervisión (MUS). El siguiente paso será la puesta en marcha entre 2015 y 2016 del Mecanismo Único de Resolución (MUR), que en 2024 contará con un Fondo (el Fondo Único de Resolución —FUR—) dotado con unos 55.000 millones de euros, aportados por la industria bancaria, para el rescate de entidades. Todo ello sobre la base de una regulación uniforme («código normativo único»), que supere la fragmentación que es tan desacorde con unos mercados que no entienden de divisiones políticas.

En un discurso de mayo de 2014, el Gobernador del Banco de España alertó sobre las dificultades a afrontar en los meses y años venideros para la asimilación de la nueva regulación por todos los involucrados (los profesionales del sector, pero también los reguladores y los supervisores), poniendo el ejemplo de que la transposición de Basilea III en la Unión Europea ha precisado de casi 700 artículos, muchos de los cuales requerirán un desarrollo ulterior por medio de extensos estándares técnicos y guías supervisoras.

Nos adentramos, por necesidad, en un terreno desconocido. Teseo contó con un hilo y con su ingenio para salir del laberinto de Creta. Es posible que lleguemos a echar de menos una brújula, como los tradicionales cuerpos legales codificados, para transitar por estos nuevos caminos, tan amplios y complejos, con sus propias instituciones, códigos y reglas del juego, impregnadas del sentido práctico anglosajón, en los que para subsistir hay que ser un verdadero héroe.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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