La crisis fue primero financiera y después económica. Pronto se alcanzaron escandalosas cotas de desempleo, por ejemplo, del 10 por ciento en los Estados Unidos y del 27 por ciento en España, que, obviamente, han dificultado o impedido que muchos prestatarios pudieran cumplir sus compromisos de pago con las entidades bancarias. Se ha abierto un período de reflexión sobre la viabilidad y el alcance del Estado del Bienestar, lo que ha provocado la aparición de crecientes bolsas de población que se aproximan a situaciones de pobreza y exclusión social. Como ha señalado el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, de todo ello resulta, a ambas orillas del Atlántico, una percepción de mayor desigualdad y peor reparto de la riqueza en nuestras sociedades. 
La situación ha sido de una gravedad extraordinaria y sin precedentes, y no sólo en el mundo financiero. Es posible que se haya visto quebrada la confianza de los clientes en las entidades financieras, pero también, y esto es más grave a nuestro juicio, la de los ciudadanos y contribuyentes en los aparatos estatales y supranacionales (si es que alguna vez el ciudadano tuvo apego a estos últimos).
Según relata Marc Roche («El Banco. Cómo Goldman Sachs dirige el mundo», 2010) en la comisión investigadora creada en los Estados Unidos para esclarecer el origen de los acontecimientos, el senador Levin planteó al CEO de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, si, con relación a un producto calificado por un empleado de la propia entidad como «mierdoso», no había conflicto de interés, al vender el producto al cliente y, a continuación, apostar en su contra. La respuesta de Blankfein fue lapidaria: «En el contexto de los mercados no hay conflicto. Cada uno elige el riesgo que asume».
Aunque los ámbitos de la tradicional banca comercial y el de la sofisticada banca de inversión son de distinta naturaleza en cuanto a los productos ofrecidos y el perfil de conocimiento y apetito por el riesgo (y las ganancias) de los clientes, la anterior afirmación sería rigurosamente cierta si no fuera porque, en muchos casos, concurre una asimetría informativa entre las posiciones de las partes.
El premio Nobel de Economía, Robert Shiller, también ha reflexionado recientemente al respecto, trayendo a colación la tradición judía, en la que preocupa el intercambio comercial cuando una de las partes dispone de más información que la otra, en una doctrina que se podría sintetizar en la máxima de que «uno no debería participar en un intercambio ante la falta de información de la otra parte».
Es una obviedad que estando las dos partes igualmente informadas y siendo conocedoras de las obligaciones y riesgos asumidos, nada habría que objetar a un favorable o desfavorable desarrollo económico para cada una de ellas derivado de la ejecución del contrato financiero.
Pero el cliente, especialmente determinados clientes más vulnerables, y los últimos años nos han dejado numerosos ejemplos, no siempre conoce los riesgos de sus inversiones, o las exactas obligaciones que asume cuando, en vez de ahorrar o invertir, lo que hace es pedir dinero prestado al banco.
En la actualidad, el ciudadano medio ya ha interiorizado, al menos aproximadamente, qué es un «swap» o una participación preferente. Ahora es el momento de la cláusula suelo, sobre la que se viene discutiendo desde hace algunos años, pero ha sido la sentencia del Tribunal Supremo de 9 de mayo de 2013 la que ha vuelto a poner en un primer plano la controvertida cláusula, contenida en los préstamos hipotecarios a tipo variable, y que impide al prestatario beneficiarse de los descensos del índice de referencia pactado, del tipo oficial Euríbor a un año por lo habitual.
El Tribunal Supremo, dando respuesta a una acción colectiva, ha confirmado la validez general de esta cláusula, consagrada normativamente en nuestro Ordenamiento Jurídico desde hace años, a través de la derogada Orden de 5 de mayo de 1994, la Ley 2/2009, la vigente orden ministerial de transparencia (Orden EHA/2899/2011) o la reciente Directiva 2014/17/UE, sobre los contratos de crédito celebrados con los consumidores para bienes inmuebles de uso residencial. No obstante, el Tribunal Supremo sujeta esta cláusula al cumplimiento de unos exigentes requisitos de transparencia, amparados, en último término, en la Directiva 93/13/CEE y en la doctrina del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.
Las resoluciones de la jurisprudencia menor posteriores a esta sentencia de 9 de mayo de 2013 son dispares, pues algunas aprecian la nulidad por abusiva de la cláusula suelo, con restitución de cantidades, otras, determinando la nulidad, sólo condenan a la retirada de la cláusula en cuestión, y otras, por último, minoritarias, confirman su validez.
Se especuló con que una nueva sentencia del Tribunal Supremo, sobre todo si resolvía una acción individual, zanjaría el debate, inclinando la balanza hacia un lado u otro. La sentencia Tribunal Supremo, de 8 de septiembre de 2014 se recibió, pues, con gran expectación, pero su impacto ha distado mucho de ser equiparable al de la sentencia de 9 de mayo de 2013. En esencia, el Tribunal Supremo equipara su visión de la transparencia tanto en las acciones individuales como en las colectivas, pero la Sala no ha podido examinar los efectos derivados de la declaración de abusividad, ya que tal cuestión fue rechazada en primera instancia y no fue recurrida en apelación por la parte perjudicada. Como hecho significativo, en el voto particular de la sentencia de septiembre de 2014 se establece que «las cláusulas suelo correspondientes a los dos contratos de préstamo hipotecario reseñados (formalizados en 2007 y 2008), aplicando la doctrina de la Sala sobre el control de transparencia, no debían ser declaradas abusivas».
A la vista de todo lo anterior, la contradicción está servida: toda sociedad necesita de un sistema financiero sólido y eficiente, y los consumidores no pueden resultar sorprendidos por la inclusión en sus contratos, en general, y en los contratos financieros, en particular, de cláusulas no transparentes, de cláusulas abusivas. Las entidades financieras atraviesan una época de transformación y superación de extremas dificultades, pero muchas familias no se quedan atrás, e igualmente han de afrontar tiempos extraordinariamente difíciles.


José María López Jiménez

Especialista en regulación financiera. Doctor en Derecho

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